El olor a azahar, síntoma inequívoco de la primavera, está en el aire, se respira, como un toque de atención que nos avisa de que es la hora de que los sentidos despierten de la atrofia invernal. Claro que a veces esta visita de la sensualidad viene acompañada de terribles bombas alérgicas pero, en ese caso, se estornuda y punto. No hay que dejarse vencer, al contrario hay que hacerse a la idea de que no existen placeres puros.

Si acaso esperábamos alguna otra novedad, aparte de la llegada de la primavera, ya nos habremos hecho a la idea de que todo sigue igual, de que no hay a la vista vida mejor sino más de lo mismo, incertidumbre y miseria. La incertidumbre y la miseria que siembran nuestros gobernantes porque la legitimidad de las urnas les ha otorgado el poder de legislar y ejecutar obedeciendo a otro poder superior que nunca ha sido legitimado por ninguna urna.

Decenas de miles de personas llegadas de toda España se manifestaron el sábado por el centro de Madrid, en una llamada Marcha de la Dignidad en la que se pedía «Pan, trabajo y techo», condiciones indispensables para una vida digna. La manifestación tiene dos lecturas contradictorias pero, a la vez, complementarias, una la de decirles a nuestros gobernantes que nos han quitado todo menos la dignidad; otra, que si nos quitan el pan, el trabajo y el techo, nos quitan también la dignidad. Somos ciudadanos cuando se nos reconoce como sujetos de derechos y en ese reconocimiento reside nuestra dignidad, pero cuando se nos priva de derechos se nos arrebata la dignidad y se nos convierte en desechos. Degradar a los ciudadanos hasta convertirlos en pueblo indigno es una tarea despreciable que ningún gobernante debería asumir y ningún pueblo debería consentir. Y, sin embargo, estamos como estamos, soportando unas condiciones laborales cada día más precarias, unas pensiones cada día más insuficientes, una sanidad cada vez más depauperada, una educación pública cuya calidad está en caída libre, sin ayudas a la dependencia, sin becas, sin presente ni futuro, sin dignidad.

Como siempre ocurre, somos más los que no nos movimos de nuestras casas, los que vivimos de lejos la manifestación, los que, en definitiva, no participamos activamente. Pero las lecturas que nos convierten en esa mayoría silenciosa que supuestamente apoya el expolio del que estamos siendo víctimas y nos utilizan para restar legitimidad a la manifestación son intencionadas y perversas. Se trata de una manipulación que no convence ni a quienes la utilizan porque ellos también saben que si bien es cierto que una mayoría no sale a protestar, es falso que la mayoría no esté de acuerdo con lo que se reivindica en las calles.

En buena lógica, la pregunta sería por qué no se tira a la calle esa inmensa mayoría, esa que ha sufrido, sufre y seguirá sufriendo las políticas de asalto a la dignidad y a la supervivencia que practican nuestros gobiernos, esa mayoría compuesta de personas que han perdido su puesto de trabajo o que para no perderlo tienen que soportar el maltrato de sus superiores, presionados a su vez por el mismo motivo; las personas que han tenido que cerrar su negocio; las que ven menguar su salario y aumentar sus horas de trabajo; las que se ven expulsadas de sus casas o las que, enfermas o dependientes, son abandonadas por el Estado. Porque no basta o no debería bastar con indignarse, con desesperarse o con protestar y lamentarse en la cola del supermercado, en la panadería o en la barra de un bar mientras se matan las penas con una caña de cerveza. No debería bastar con que nuestro malestar esté, como el azahar, simplemente en el aire.

Será que todavía aguantamos más, será que somos demasiado buenos y dóciles o que aún no estamos lo suficientemente desesperados como para jugarnos el pellejo y por eso dejamos que nos sigan apretando las tuercas y que nos sigan mintiendo y repitiendo bonitos cuentos del final de la crisis. Como si encima fuéramos tontos. O, tal vez, será que, efectivamente, somos tontos.