No dejaron ayer salir a los locos de sus celdas, no les permitieron acercarse para despedir a Leopoldo María Panero. Las pisadas debían de resonar en la sala del tanatorio donde los paquetes de tabaco y las latas de coca cola sustituían a las coronas de flores, ausentes. ¿Pero qué maldito quiere flores en su féretro? Acaso las flores del mal de Baudelaire o las rosas que Bukowski robó de las avenidas de la muerte. Sólo dos, tres, cuatro personas. Apenas dos amigos. Uno de ellos, el editor de Ángel Caído, que le publicara sus libros. Y silencio. Silencio de dementes encerrados de por vida. «Podré ser un monstruo, pero no soy un loco», aseguraba desde su celda ´el hombre que mató a Leopoldo María Panero´. Y más silencio hasta que el crepitar de las llamas comienza a consumir su cuerpo repleto de haloperidol. El ´veneno´ que le daban en «el puto infierno» del manicomio, que sigue hoy blanco, sin luto, con los locos encerrados, para que no sepan que ya no está Leopoldo María Panero, que se fue con sus demonios. «En cualquier caso -confesó-, si yo he sido un monstruo, que el infierno me perdone».