Cuando un médico debe diagnosticar una de esas enfermedades que alteran la voluntad, lo primero que le sugiere al paciente es que admita que la sufre. Dicen quienes conocen el oficio que ese es un paso imprescindible para decidir el tratamiento que, aunque no siempre garantice la curación completa, sí que ayuda a aliviar los síntomas, a ofrecer una calidad de vida aceptable y a evitar que el mal se agrave perjudicando así no sólo al paciente sino también a su familia y a quienes tengan la mala suerte de cruzarse con él y sufrir los efectos de sus actos imprevisibles.

España es como uno de esos enfermos recalcitrantes que se empeñan en negar la evidencia y renuncian a cualquier terapia sin asumir siquiera las consecuencias nefastas de su decisión, aferrado a esa orgullosa convicción de que todos están equivocados menos él. De nada han servido por tanto los bienintencionados intentos de todos aquellos que habiendo detectado el mal que le aqueja han querido restañarlo, pues siempre ha prevalecido la aceptación de unos principios que consagran un peculiar concepto del bienestar basado en la servidumbre a la autoridad, ya sea ésta política, profesional o religiosa, a cambio de protección.

Si se repasa la Historia, es fácil comprobar que el secular atraso que caracteriza a la sociedad española viene determinado en buena parte por el dominio de una estructura de poder eminentemente clasista y fuertemente influenciada por la religión, en la que un líder teóricamente omnipotente asume la doble condición de administrador de los intereses terrenales (propios y ajenos) y vicario de Dios, con la Iglesia, el ejército y el capital como garantes de esas potestades. Una percepción del Estado que constituye el síntoma principal de esa enfermedad que nadie quiere reconocer.

Así los empeños de modernización emprendidos en los últimos tres siglos han quedado como tímidos intentos de rescatar a España de las tinieblas, aplastados no sólo por la fuerza de las armas sino por la aquiescencia de una sociedad incapaz de liberarse del miedo a sí misma. El resultado ha sido que a esos breves momentos de lucidez siempre les han sucedido largos y funestos periodos de inmovilismo: la 'Década Ominosa' de Fernando VII y el desastroso periodo isabelino después del 'trienio liberal' instaurado tras la Guerra de la Independiencia, la 'Restauración borbónica' tras la caída de la República de 1868, o la brutal y costumbrista dictadura de Franco después de estragar la II República con un demoledor golpe de Estado que provocó una cruel Guerra Civil.

Con la cantidad de evidencias nefastas que han proporcionado estos episodios, muchos fueron los que albergaron grandes esperanzas tras la muerte del tirano en 1975. Las mismas que hoy, 38 años después, empiezan a diluirse de nuevo en la misma solución de necedad, conformismo e indiferencia. El Estado enfermo vuelve a sufrir otra de sus recaídas de imprevisibles consecuencias, sin que nadie esté dispuesto a admitirlo. Por eso el futuro se advierte difuso y amenazador.

Ni durante la esfervescencia de la Transición ni con la victoria socialista tras el golpe de Estado de febrero de 1981 ningún Gobierno se atrevió a conjurar los atavismos de la sociedad española. En cambio, sólo se procuró adaptar las viejas estructuras al supuesto nuevo orden que ofrecía la democracia acometiendo reformas epidérmicas que no lograron limar las aristas de nuestra idiosincrasia, sino que las adaptaron a ese sistema sociopolítico con unas características más acordes a su modelo de convivencia. España siguió siendo la misma con unos ropajes distintos y en un escenario diferente.

Sin embargo, cambiar el aspecto del enfermo no es la terapia más adecuada y ahora que las evidencias demuestran una vez más nuestras debilidades, lejos de reconocerlas los poderes públicos y privados se vuelven a aferrar a esa jactanciosa manía de negarlas y apelar al orgullo para rechazar el tratamiento más apropiado que nos procure si no una cura sí al menos el necesario alivio que impida males mayores.

Tras la debacle socialista de 1996, los Gobiernos de derechas construyeron un delirio que heredó de nuevo el socialismo en 2004 para devolver ocho años después la certeza de que nada de lo emprendido tuvo sentido. Unos y otros sabían -y saben- que administraban un imposible pero se aferraron a la supuesta panacea a pesar de que la obstinada realidad imponía otros rumbos que hoy se revelan inevitables. Sin embargo, la nostalgia de aquella fantasía ha contaminado todos los órdenes de la vida y, en vez de mirar hacia delante y asumir nuestras capacidades, buscamos la forma de volver a embriagarnos con falacias aunque éstas impongan una factura demasiado costosa.

Es insólito que en medio de la tempestad ninguno de nuestros políticos quiera dar su brazo a torcer para procurar ese consenso que permita adoptar medidas eficaces que alivien nuestros males. Al contrario, vuelven a negar la evidencia y a la vez buscan desesperadamente formas de ocultar sus miserias utilizando al pueblo español y a las instituciones como chivos expiatorios de su ineptitud.

Parece como si los españoles nos hubiésemos conjurado en pos de nuestra aniquilación aceptando el designio de los tiempos, haciendo gala de nuestro tradicional fatalismo. No por otra razón es posible explicar que se asista con tal impasibilidad al declive de nuestras libertades y derechos causado por un progresivo deterioro de las instituciones públicas y privadas, en manos de una casta política y empresarial negligente, despótica y desaprensiva.

Es probable que España supere la actual crisis, aunque no sabemos a qué precio y cómo será el nuevo escenario que resulte de este infausto proceso. Pero lo que sí es seguro es que nadie logrará evitar que volvamos a sufrir sus consecuencias en el futuro si no somos capaces de admitir de una vez por todas que padecemos una enfermedad secular que nos impide crecer como sociedad, y someter a los poderes públicos a los designios de la voluntad popular haciéndoles saber que ese y no otro es el tratamiento adecuado para curar a España de todos sus males.