Corruptelas, chanchulleos, mangoneos, medios de comunicación con la credibilidad por los suelos sirviendo a su señor y, en el centro de todo, la clase política, donde cabe todo. Panorama interesante. Sin embargo, no para de sonar el mantra de que la corrupción no está generalizada. No sé si es por el efecto repetición o por convicción real (y no me refiero a los inquilinos de la Zarzuela), pero tengo el convencimiento de que es cierto. No lo está. Porque si lo estuviera, lo poco o mucho que aún funciona en España se habría ido a tomar por donde el lector y yo sabemos. Otra cosa distinta es que esté institucionalizada, que sí que lo está. Y no se trata de un convencimiento, sino más bien de una constatación. Desde miembros de la Casa Real sin ánimo, o sinónimo, de lucro hasta esos concejales del pelotazo que pueblan el litoral mediterráneo, pasando por las autonomías, el Poder Judicial y tantos otros. Y no hablo sólo de corrupción económica, sino de la corrupción y el vicio del propio sistema.

Y a pesar de todo, insisto en que creo que la corrupción no afecta a la mayoría de los políticos. Hay responsables públicos que ejercen su labor de manera entregada y que no han realizado ninguna actividad ilícita. Pero reconocer esto no es más que constatar que hay gente que hace las cosas dentro de la normalidad, de la legalidad y de la decencia. ¿Hay que darles un premio? Desde luego que no. Millones de personas trabajamos honradamente y cumplimos con nuestras obligaciones como ciudadanos sin que nadie nos alabe constantemente por ello. Las cosas hay que hacerlas bien y punto. Y más cuando, como en el caso de estos hombres y mujeres, la legitimidad y el sueldo vienen de lo que pagamos, cada vez más dicho sea de paso, usted y yo.

Como digo, no hacer nada fuera de la ley es una condición necesaria pero no suficiente. En el contexto actual de desconfianza hacia todo lo que huela a político, con un país que se ha convertido en la escombrera de su propio sistema, su labor tiene que ir más allá. Y son quienes se dicen honrados los que tienen la responsabilidad de contribuir al cambio desde dentro, para recuperar la credibilidad y la confianza en las instituciones y volver a ponerlas al servicio del ciudadano. La regeneración democrática no puede venir sólo desde fuera, sino que es imprescindible que también se haga desde dentro. Son los políticos honrados los que deben acabar con la impresión que tenemos muchos ciudadanos de que esta democracia está blindada para impedir cualquier reforma significativa.

Tendrán que asumir riesgos para ello. Puede que tengan que enfrentarse a quienes se aferran al cargo como si lo hubieran ganado por oposición, disentir en reuniones internas y puede que poner en peligro sus propias posiciones. Es decir, además de honrados deberán ser desobedientes con quienes los han metido con calzador en una lista y obedientes con quienes los han puesto donde están.

Y si quieren salvarse no podrán tardar mucho. De no hacerlo, ya no valdrán los lamentos en ruedas de prensa parapetados tras un atril, ni los rollos de "yo he entrado en política perdiendo dinero". Tampoco se podrá decir aquello de que pagan justos por pecadores, porque entonces ellos, los honrados, se habrán convertido en cómplices y serán tratados como tales.