Dentro de unos años, los españoles miraremos hacía atrás y veremos con estupor y perspectiva la devastación social y económica que sufrió nuestra sociedad al final del primer decenio del siglo XXI.

Una crisis financiera-bancaria nacional de proporciones abismales que exige un esfuerzo fiscal descomunal; una crisis institucional compleja, unas estructuras administrativas obsoletas: una España ensimismada e inmovilista que cayó en la autocomplacencia por los cantos lisonjeros de algunos políticos que antepusieron sus intereses particulares a los de la nación.

Por todo ello, hemos perdido la confianza de nuestros socios y del resto del mundo. Por tener el sistema bancario en quiebra y generar un millón de parados en un solo año, por optar por un endeudamiento público insostenible. ¿Qué está pasando en España -se preguntan, incrédulos, empresarios, profesionales y políticos extranjeros- para que en tan poco tiempo hayamos pasado de la opulencia al ostracismo económico?

Por fortuna, gracias al generoso esfuerzo de la sociedad se está enderezando el rumbo de España. Aun en medio de todo el laberinto de dificultades, algunas dramáticas, empiezan a percibirse tímidas señales de mejoría. De alguna manera, se perciben los esperados y necesarios signos de recuperación en la España fiable. Lo que nunca deberíamos haber dejado de ser.

Donde antes había retirada masiva de inversión directa extranjera, más de 200.000 millones de euros en catorce meses, hoy, en los últimos meses, hay inversión extranjera neta: en torno a los 15.000 millones de euros. Donde antes llorábamos por la inaccesibilidad a los mercados financieros internacionales para financiar a nuestras Administraciones públicas y empresas, a fecha de hoy, se advierte sobredemanda de compra para la deuda pública y privada. Donde hace apenas unos meses nos lamentábamos por un sistema financiero de cuerpo yacente, hoy se culminan los últimos pasos para terminar de sanear un sistema con aluminosis mortal. Donde antes había rechinar de dientes por un déficit por cuenta corriente equivalente al 10% anual, hoy registramos un superávit estructural de nuestras exportaciones frente a las importaciones, refrendado con la buena noticia de la apertura de nuevos mercados internacionales. Donde antes deplorábamos el déficit público descontrolado, hoy caminamos por la senda esperanzadora y consolidada del reequilibrio fiscal. Donde antes plañíamos por la destrucción neta de empresas, ya se apunta una tasa claramente positiva de creación de las mismas.

Es posible que, en el día a día de los ciudadanos de la calle, aún no se perciban con nitidez estos cambios, cuando sólo se habla de endeudamiento, desempleo o pérdida del poder adquisitivo. Y, sin embargo, se vislumbran, con nitidez, las trazas de una España que vuelve a ser fiable, afrontando las múltiples crisis de forma simultánea y estratégica. Por eso, cuando miremos con estupor los estragos sociales y económicos por los que estamos atravesando, también recordaremos, con asombro y orgullo, cómo fuimos capaces, en cuanto pueblo unido, de superar estos desafíos en una hora tan crítica: una nación íntegra, en la que el mundo pueda volver a tener fe.