Es de necesidad para el autor de esta columna buscar la noticia que justifique sus palabras; y hoy me pregunto ¿vale como tal mi última fragancia en el caballete, que ha sido una defensa propia ante el entorno hostil en el que vive el pintor que habita en mi interior abrumado? Sean benevolentes y autorícenme la soberbia y la inmodestia de contarlo. Creo que soy una criatura que produzco siempre la sensación, a pesar de mi esfuerzo campechano, de estar triste por algo. No soy un rústico y no termino de ser un provinciano. Vivo abochornado por este país a la deriva y es entonces cuando, pintando, pongo a salvo mi permanente asombro por el reinante descaro.

No soy un hombre demasiado consciente de que conmigo, inútilmente, llega al asfalto la tibia noticia de las frutas en flor, de las ventanas abiertas a la línea horizontal del infinito, algún que otro informe fantástico de la noche del Mediterráneo, la hierática novedad de unos personajes mínimos que se pasean por los parques de las grandes ciudades del amor. Todo ello envuelto en la vaga y rutilante geometría de un interior que procuro sensible, dulcificado, si ello fuera posible o necesario.

Los interiores que desearía portentosos, de una pintura elemental llenos de una carga de las que más estimo. Mis últimos tiempos me están descubriendo muy disconforme, desconfiado y reservón, aunque algunos me consideren elemental y cuco, y otros, conservador de secretos que a mí me parecen totalmente normales siendo, como soy, un primitivo un tanto refinado.

Me gusta al terminar la obra sentirme como recién levantado de la siesta o de llegar de un duelo sin muerto; me preocupa perder determinada bondad, una intimidad no precisamente ingenua, que se me desparrama por desgracia cuando me desenvuelvo entre la gente. Me gusta conservar cierto candor, inmenso candor si fuera asequible, defendiéndolo, en el más grave de los casos, con una sonrisa de lobezno apenas domesticado. Busco contagiar, con la pintura, una pureza elemental de objetos y cosas cotidianas.

Dejo una seriedad absoluta para llegar, con algún interlocutor aventurado a mi compañía, a alguna conclusión transcendente. Me interesa que paladeen en mis superficies pintadas las especies de la vida.

Un día durante una de las exposiciones públicas de mis cuadros, un par de señoras de mejor ver por fuera que por dentro me preguntaron con cierta ironía: "¿Cuál es su estilo en definitiva, Juan Bautista?". Y yo contesté a bote pronto: "Pues... el estilo parisién, señora".