Para mí, unas gafas de ver y unas pantuflas», escribía don Quiterio con caligrafía esmerada a Papá Noel, «para mi Eulogia, que tanto ha sufrido, lo que necesite, cualquier cosa que este en mi mano para que siga siendo feliz».

Con un lametazo cerró el sobre con motivos escandinavos, comprobó que ella estaba en la cama disimulando estar dormida, y se fue al balcón a fumar un pitillo pensando en lo bonita y entrañable que es la Navidad.

Quiterio, con buen juicio, había adquirido durante la crianza de sus hijos, Alba y Justo, la costumbre de poner los regalos en el abeto la noche del 24 de diciembre (así disfrutaban dos semanas ) y, aunque ya van a hacer tres años desde que no vienen a casa, este tipo de rutinas había que mantenerlas.

Escuchó desde la cama los ruidos de lo que parecían bolsas o cajas, papel de regalos al doblarse y chirridos en el parqué (ya hablaría de los roces mañana). Se quedó dormido con la seguridad de que Eulogia, como siempre, se había excedido en su generosidad.

El día de Navidad siempre se hacía el remolón, le gustaba oír desde la cama la algarabía de los suyos rasgando los paquetes: las risas, el déjame-que-lo-vea, el que le requirieran para que abriese lo suyo, le producía una gran satisfacción. Pero a eso de las once el silencio de la casa y las ganas de ir a orinar le obligaron a levantarse; ella no estaba en la cama, las luces del árbol estaban apagadas y justo debajo de la bola roja con el dibujo del ciervo nevado estaban sus zapatillas, sus gafas y un sobre cerrado.

Sonriente abrió la carta y leyó: «En la zapatería me han dicho que son muy cómodas y calentitas, de fácil lavado. Las gafas, de dos dioptrías y de montura ligera. Gracias por tu regalo, es el mejor que me has hecho en los últimos años. Mi abogado se pondrá en contacto con el tuyo después de Nochevieja para negociar los términos del divorcio. P. D. El miércoles tienes que pagarle a Merceditas (la chica que limpia)».