Los consumidores consumidos seguiremos comprando mientras nos quede un euro de sangre. Sin embargo, adaptaremos nuestros hábitos antaño frívolos a una situación de emergencia. Nuestra discriminación positiva salvó la capa de ozono cuando nos negamos a adquirir ketchup fluorocarbonado, no gracias. En una noble vuelta de tuerca, nuestro discernimiento mejorará las estadísticas del paro. Hemos comprobado que abundan las empresas de éxito con pocos empleados, una carestía que redunda en el servicio que prestan. Las combatiremos mediante el enérgico gesto de negarnos a hacer colas. Donde hay más de un cliente esperando, debiera haber más de un trabajador atendiendo.

Los militantes del consumo de guerrillas nos negamos a colaborar con los desaprensivos que regatean en empleados. Al desertar de sus comercios, volcados al maltrato simultáneo de empleados y clientes, ayudaremos a otras firmas atribuladas y que no han despedido a sus trabajadores. Reequilibraremos la economía frente a los acaparadores, ávidos por recaudar sin costes de personal que descargan sobre clientes que también son contribuyentes, y por tanto han de sufragar a los parados.

Los guerrilleros del consumo atesoramos una animadversión singular hacia quienes combaten la merma de la clientela elevando los precios a los compradores resistentes, otra vez doblemente afrentados. Castigaremos con igual saña a los mercaderes que han recortado las raciones o la calidad de los productos que expenden.

De nuevo, nos comprometemos a acudir en procesión a quienes mantienen la excelencia a toda costa, y dispensan un cariño especial hacia los supervivientes.

La densidad de este manifiesto nos ha dejado sin espacio para aquilatar el valor que adjudicaremos a la amabilidad en el trato, especialmente deseable en tiempos de agonía económica. La sonrisa del comerciante es el descanso del guerrillero, la pausa imprescindible antes de retomar la búsqueda del producto ideal al precio ideal, servido por el trabajador ideal en la empresa ideal.