Siempre he pensado que lo terrorifico de la película Gremlins no era la historia banal de aquellos homúnculos verdes, sino el cuento navideño que se narra al inicio: un padre entusiasta quiere sorprender a su familia en Nochebuena, se disfraza para llevar los regalos como Santa Claus, y cuyo cuerpo localizan días después por el olor que desprende, desnucado, desde el interior de la chimenea por la que había intentado bajar.

Aunque el desenlace no tenga por qué ser tan estrepitoso, siempre hay algo intrínsecamente terrorífico en la Navidad. Como lo hay en los payasos. Por eso una y otros gustan a los niños. A los niños les gusta pasar miedo recreativo. Cuando de adulto vives atemorizado todo el año y te das cuenta de que el terror ya va en serio, ya te deja de interesar la Navidad, por resultar redundante. Siempre hay algo intranquilizador en la Navidad, justo detrás del dulzor. Antes de esta Nochebuena me ocurrió una especie de cuento navideño, muy real. Mi amigo Luis Martínez, que no tenía un nombre espectacular, sin embargo era físicamente la pura espectacularidad, un violento choque de moléculas. Padecía alguna forma de esclerosis múltiple, y el efecto era como si durante años algo lo estuviese deshuesando por dentro. Este joven terminó de morir (lo venía haciendo desde hace más de dos lustros) para esta Nochebuena. Con la cabeza alta. Era lo único que le quedaba. Un clásico cuento navideño, mitad horror, mitad elevación de espíritu, como mandaba Dickens. Tuve a Luis como crítico de cine en mi programa cultural de la Cope. Eso puso al final su esquela, bajo una cruz negra: «Luis Martínez, crítico de cine» (llevó la ironía hasta su epitafio). Nadie habrá llevado con más exquisitez lo que él padecía, una guerra civil de partículas. «Mis padres creían que llegaba borracho a casa, cuando me caía en el pasillo. Pero como se repetía demasiado, decidieron que no era posible que bebiese tanto», me dijo sobre su primer diagnóstico. Su padre, que murió trágicamente antes que él, se lo echaba a los pe-chos como un saco y me lo depositaba en la radio. Luis no podía ni sostener la voz, que le subía como desde el fondo de un charco, pero nunca se le posó ni una pelusa sobre sus jerséis de cuello de caja y aquel corte de pelo sacado de un anuncio de colonia ´Álvarez Gómez´. Exactamente la imagen que tuvo siempre, desde que compartíamos adolescencia durante unos veraneos en Irlanda, cuando todo parecía que nos había sido dado. Seguir manteniendo obstinadamente la imagen de niño aseado de los años o-chenta cuando en tu interior se celebra la reproducción a escala del Apocalipsis es mucho más que un rasgo de ´dandismo´: es la más alta forma de protesta contra el azar cósmico. Algo que no ha estado al alcance ni del astrofísico Stephen Hawking, quien tanto ha dedicado a luchar contra el caos indiferente del que venimos, por el método de demostrarlo. La vida física de Luis ha ido paralela al recuerdo de aquellos agostos irlandeses en que nuestro único oficio era reírnos. Las épocas felices eternizan su apariencia cegadora en la mente, igual que Luis quiso ser, hasta el final, aquel niño de sonrisa transparente. Ido Luis, aquel tiempo y aquel lugar se me han derrumbado con estrépito de cristales.