Rajoy se abstiene con tanta convicción de manifestar sus opiniones, que cabe preguntarse si también se abstendrá el 20-N, para no desvelar las claves y orientación de su voto. La ausencia de pronunciamientos del candidato del PP se compensa con el ruido ensordecedor de su entorno. Cuanto más calla, más personas hablan en su nombre, interpretan sus silencios y concluyen que no le falta razón en lo que no ha dicho. Se asiste con cierto adelanto a la canonización de Rajoy. Elevado a los altares contemplativos, su voz alcanza a los votantes a través de un tropel de escoliastas.

El triunfo espectacular que se le presume a Rajoy sin articular palabra destripa las esencias del bipartidismo único español. Una vez que el electorado se despidió del PSOE el 12 de mayo del año pasado, en cuanto Zapatero anunció el recorte de sueldos y la congelación de pensiones desde el Congreso, la lógica bipolar obliga a un triunfo del PP sin terceros en discordia. La sección más concienciada de los votantes bordeará el funambulismo, para demostrar que su deserción del socialismo no conlleva un alineamiento forzoso con el PP. Sin embargo, el engorde de opciones como UPD, IU, abstención o voto en blanco no evitará la hegemonía de los dos gigantes. Según todas las encuestas, superarán el ochenta por ciento de los diputados. Hasta el 21-N, carece de sentido plantearse la ruptura de la alternancia que ha protagonizado tres décadas de vida política.

Según la tradición estadounidense, el crisol para medir a un candidato consiste en que el votante se plantee si le compraría un coche de segunda mano. O un ordenador usado, en el siglo XXI. Dada la dilatada carrera de los contendientes en las generales y su probable resultado global, queda claro que los electores prefieren candidatos de segunda mano. En el caso de Rajoy, sorprende el aura misteriosa que nimba a un político que ya ha sido vicepresidente del Gobierno. Si Rubalcaba encarna el pasado, su rival simboliza el antepasado. Las escasas ocasiones en que el aspirante popular traiciona su silencio, se refugia en términos inexpresivos como seriedad, confianza o previsibilidad, irrebatibles en su neutralidad.

Rajoy rompió a hablar con motivo del comunicado de ETA sobre el cese definitivo de la violencia. Al felicitarse de la noticia, ocasionó tal cisma entre sus filas que demostró que el silencio es un factor cohesionador de amplio espectro. De modo que volvió a refugiarse en la mudez, jaleada por sus comentaristas. Cuando el candidato no matiza un pronunciamiento extemporáneo de su sector más extremo, los conversos del progresismo remarcan el carácter reprobatorio de su inhibición. Desde la otra orilla, se resalta que las evasivas son una concesión a sus tesis estridentes. De este modo, el aspirante canonizado dobla la cosecha de votos.

Las muletillas universales de Rajoy –«todo el mundo lo dice», «todo el mundo lo sabe», «como Dios manda»– le permiten hurtar su opinión sobre los asuntos candentes que debe lidiar un gobernante. La inmunidad de que goza no conduce a una preocupación por su parquedad expresiva, frente a la abundancia y dimensión de los problemas que se verá obligado a abordar. Antes al contrario, los avalistas canónicos estipulan que no carece de virtudes al callarlas, sino que se niega a exhibirlas para sortear la siempre reprobable vanidad. Hasta la fecha, el campo magnético de la santidad impide preguntarse cómo va a salvar a España del naufragio, quien se considera demasiado humilde para tomar la palabra.

En aplicación de la relatividad einsteiniana, Rajoy siempre actúa a la perfección respecto de alguien. Su silencio transmite a la vez aquiescencia y reproche. Cuando amaine la canonización, se reparará en las melladuras de su perfección. Por ejemplo, el candidato a La Moncloa sugirió al imputado Francisco Camps que se declarara culpable de corrupción y que continuara al frente de la Generalitat valenciana como si tal cosa. En un análisis quizá desenfocado de lo ocurrido, su comportamiento es más reprobable que la iniciativa adoptada por Camps, que dimite porque insiste en probar su inocencia.

Sin embargo, el cambalache de Rajoy en Valencia se considera uno de los hitos memorables de su carrera, en tanto que el satanizado Camps sigue purgando su negativa a una componenda inaceptable éticamente. Para sintonizar con los canonizadores apabullantes, tal vez la crisis económica haya sido agravada por el estruendo. En tal caso, la actitud cartuja del presidente previsible –tanto por los sondeos como su carácter– puede erigirse en una receta circunspecta que sea copiada por los líderes mundiales.