Le gusta leer los comentarios que los lectores suelen expresar a propósito de las noticias que publican los diarios en sus ediciones digitales.

Aunque reconozco que siempre me terminan aburriendo y no logro leer más de diez o doce, sobre todo porque me irrita su mala redacción y la enorme cantidad de faltas de ortografía que cometen sus autores, creo que identifican el carácter de quienes al menos se interesan por la realidad cotidiana y, no como otros muchos, prefieren vivir su rutina en un limbo de ignorancia o pasotismo mezquino. Según la tendencia ideológica de cada publicación el grueso de comentaristas anónimos –pues la mayoría oculta su identidad en más que menos ingeniosos apodos– alaba o detesta los sucesos narrados o las palabras de sus actores, y siempre hay algún discrepante que bien por convicción o simple ánimo de provocar expresa reflexiones contrarias al sentir general del foro o delirantes improperios, que reciben la airada respuesta de los demás. Todo un alarde de libertad de opinión que refleja la controversia que la actualidad provoca entre los ciudadanos.

Un rasgo común en la mayoría de estos intercambios de pareceres es el apasionamiento con que los expresan sus autores y, por eso, no me ha extrañado en absoluto que a propósito de las declaraciones de un dirigente socialista andaluz en las que afea las acusaciones de Ana Mato sobre las malas condiciones de los centros educativos de esa comunidad, empleando un lenguaje más propio de los debates de vertedero social que inundan las televisiones, la parroquia se haya deshecho en vítores y alabanzas atestiguando con sus reacciones su deseo de que la pugna dialéctica entre los políticos adquiera un tono más popular, más cercano a los cánones de la calle y empleando expresiones quizás más humanas.

El pueblo pide marcha. Y es cierto que en un momento de inquietud como el actual se valora mucho más la firmeza y la seguridad que la pedagogía y la serenidad. En ese sentido, cuando veo u oigo a los líderes políticos de los dos bandos hegemónicos me construyo una fantasía en la que mientras se avecina una enorme ola el líder socialista intenta explicar a la población presa del pánico las características del maremoto y cómo librarse de él, mientras que su rival conservador echa mano de una excavadora y rescata al pueblo a lo bestia sin reparar en lo que se lleva por delante. Al final, la ola gigante arrastra al confiado profesor mientras los que han sido rescatados agradecen con entusiasmo la determinación del aguerrido registrador, aunque en el camino hayan perdido sus posesiones y a muchos de sus congéneres.

Es algo parecido a aquella anécdota que narraba Óscar Wilde sobre el espectador con presencia de ánimo que en medio de un pavoroso incendio en un teatro abarrotado de público, sube al escenario para pedir calma y señalar las salidas de emergencia; el público, sin embargo, presa del pánico se abalanza hacia la primera salida que encuentra y, al final, el que no murió aplastado lo hizo abrasado por las llamas.

La derecha lo sabe bien y por eso su estrategia está basada en la demagogia, la banalización de la realidad, el reproche, la insidia, la mentira y el infundio. Esa actitud mantiene a su hinchada enardecida y desconcierta a unos socialistas que se antojan demasiado benevolentes cuando no apocados. Así lo han hecho durante ocho años y parece que ahora les va a dar resultado. Claro que crisis mediante, porque de no ser por eso mucho me temo que seguirían mordiendo el polvo. Por eso no sucede nada si un día algún individuo rijoso y melifluo llama idiotas a los votantes socialistas, al siguiente otro personaje con cara de no haber roto un plato mantiene que el fin del terrorismo no es nada comparado con las ansias de justicia de los bienpensantes, y al siguiente alguien asegura sin atisbo de duda que en Andalucía estudian los niños en las mismas condiciones que en Etiopía. Todo ello aderezado por el profuso vómito diario de los medios de comunicación de derechas –la mayoría por doquier– y las insistentes e inestimables codas al cambio pronunciadas por sus clientes más aventajados como la Iglesia católica, los empresarios, los banqueros y esa horda de asociaciones, colectivos, corporaciones o colegios profesionales constituidos a mayor gloria de los diferentes feudatarios autonómicos. Eso fortalece la ambigüedad del discurso de la derecha y permitirá a su líder llegar al poder a través de la nada.

El pueblo quiere marcha, mucha marcha. Quiere a un redentor que les salve de la aniquilación, y para ello perdonan mentiras y sandeces. Y quiere a un rival que reaccione con seguridad y contundencia a las arremetidas dialécticas del contrario. Así, en medio de la decepción, por lo menos se divertirá.