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enemos muy cerca de nosotros un método de compra que nos aleja de cualquier estrés y nos propone un agradable momento con el que complementar lúdicamente la función esencial de ir a la tienda a procurarnos los avituallamientos de la semana.

Comprar en una tienda de nuestro barrio o en una plaza de abastos de proximidad es sumergirse en una experiencia que combina -o puede combinar si lo hacemos conscientemente?- la necesidad del consumo con el disfrute de las cosas humanas.

En el puesto de la fruta preguntaremos a cómo están las naranjas y sopesaremos y evaluaremos concienzudamente cada melón mientras el vendedor nos informa de la verdad incontestable de que estarán dulces como la miel. En el puesto de la carne conoceremos los motivos de la señora que quiere colarse porque tiene la olla puesta en el fuego y transaccionaremos con el carnicero al que no le queda hígado de ternera negociando con él qué otra cosa llevarnos. Conseguiremos en la verdura un barato al llevarnos los últimos manojos de ajos tiernos. Conversaremos con el anterior cliente y preguntaremos lo que nos parezca oportuno, hasta cómo haría usted, señora, ese pollo a la cerveza que, mire usted, es que a mí bien no me sale.

Y a la hora del pago, se paga con tranquilidad, dando los billetes y recibiendo sosegadamente el cambio de unas manos nobles y normalmente encallecidas de manejar los pescados o levantar las cajas de la mercadería.

Comparen esta experiencia con lo que ocurre cuando compras en la infinita frialdad del gran supermercado. Fíjense, por ejemplo, en los nervios y el estrés de la cola de la caja al ir a pagar la compra recién hecha. Mientras rápidamente pones tus mercaderías en las bolsas, la cajera ya te está diciendo la cuenta, miras hacia atrás y la cola es grande, y a dos manos llenando las bolsas, sacando el dinero casi con una tercera mano que no tienes, terminando de llenar la bolsa, pagando, recibiendo el cambio, retirando las bolsas que ya se van mezclando con las del vecinoÉ. Todo a una velocidad de nervio y con un estrés prácticamente inevitable.

Se arguye también que en el supermercado encontrarás en una misma tienda todo lo que necesitas mientras que en la plaza de abastos habrás de recorrer muchos puestos para la misma compra y aún habrá cosas -qué se yo, productos de limpieza, por ejemplo- que no encontrarás sino en otras tiendas de la calle. Puede que eso sea cierto, pero cabría preguntarse: ¿y qué?

La damos todo el valor -yo el primero- a hacer las cosas rápido y de forma hipotéticamente cómoda, perdiendo los valores del disfrute de la compra, la comunicación y la relación social que implica el mercadeo, y hasta la calidad comparada, por ejemplo, de las verduras o la carne en uno u otro sitio.

Es una metáfora de la sociedad que nos estamos dando, y perdonen que me ponga antigualla y moralista. La prisa y el estrés de la caja del supermercado contra el sosiego y el cotilleo de la plaza de abastos. La comodidad del todo junto contra el reto de la investigación y la búsqueda de lo que necesites. La inmediatez del consumo contra la calidad comparada de los productos consumidos. La voz por megáfono contra la conversación en directo con los dependientes.

El ambiente de un hipermercado es, más menos, siempre el mismo y previsiblemente aburrido y arquetípico. Por el contrario, el ambiente de una mañana en un tradicional mercado o en una plaza de abastos es, sin duda, una de las imágenes más hermosas de la tradicionalidad. Casi una especie ecológica en vías de extinción.