La chiquillería está alborotada. Entre susurros a alguno le ha parecido escuchar que igual este domingo irán a la playa. La playa, suena tan lejana… Y qué es la playa. Un amigo le cuenta que es como una bañera muy grande que se pierde a lo lejos y que no tiene tapón, por lo que el agua nunca se marcha. A veces tiene olas. Tan grandes, que son capaces de tirarte y arrastrarte y que en la arena se pueden hacer castillos con un cubo. Y el chiquillo le mira con sorpresa y sus ojos brillan deseando que eso que ha escuchado sea verdad.

Y al poco comienzan los preparativos que más que para un día de playa parecen para toda una semana. Y todos al autobús de línea. El viaje desde Lorca a Águilas parece no terminar nunca. Ese niño pequeño pega su carita al cristal del autobús repleto de gente que, ilusionada como él, sueña con ver el mar. Le han dicho que es azul. De un azul tan intenso que a veces no se sabe dónde termina el mar y dónde comienza el cielo. Azul, ese color le es familiar. Le gusta, por lo que el mar tiene que ser algo especial.

Entre las montañas intenta descubrirlo. Y pregunta una y otra vez cuánto queda, cuándo se va a ver el mar, cuándo vamos a llegar… “A la playa íbamos algún sábado, un domingo… Cogíamos el autobús y después de un largo viaje nos plantábamos en la playa. Para mí, era lo más. Me sentía un privilegiado. Añoro aquellos días de playa con mis padres. Con la familia, con los amigos… De comidas a la orilla del mar. De tortilla de patatas en una fiambrera y de buscar por todos lados la sandía que habíamos enterrado en la orilla para que se refrescara y que no aparecía por ningún lado”. Son las emociones que el verano evoca a José María Miñarro González, presidente de la Hermandad de Labradores, Paso Azul, y que recuerda “con especial cariño”.

Aquel verano que su padre le dijo que irían tres o cuatro días a la playa no lo olvida. “Cuando se podía alquilábamos una habitación en un gran caserón que había en la Plaza de España de Águilas. Nos juntábamos muchos. Tantos, que la habitación se separaba en varias con ayuda de sábanas que se colgaban estratégicamente con cuerdas, pero éramos los más felices del mundo”, relataba. Con el paso del tiempo su padre se sacó el carnet de conducir y se compró un seiscientos. “Pobre coche. No sé ni cómo llegaba a la playa porque iba hasta los topes. En la baca llevábamos sillas, mesa, cestas con la comida… y la sandía. No faltaba nunca. Era un clásico”. Entonces, comenzaron a ir a Calabardina. “Ni que decir tiene que nada que ver con lo que hoy es. Había muy poquitas casas y allí nos reuníamos a la orilla del mar un grupo de familias del barrio de San Cristóbal. Montábamos con sábanas una especie de ‘chambao’ para tener suficiente sombra y pasábamos el día. Lo recuerdo con mucha nostalgia”.

Cuando estaba en la mili su padre compró un pequeño terreno en Mazarrón. “Aquello lo vio como un negocio. Era el boom de la construcción y pensó en hacer cuatro apartamentos para venderlos. Pero llegó la crisis de finales de los 70 y aquello no se vendía. Y decidimos hacer uso de uno de ellos. Me acababa de casar y vinieron los hijos y lo utilizábamos para irnos unos días. Con el tiempo, se vendieron los otros tres y nos quedamos con el cuarto. Ese es el motivo por el que un lorquino del barrio de San Cristóbal terminó en Mazarrón y no en Águilas, como es lo habitual”, reía.

Cuando se levanta por la mañana, y lo hace bien temprano, lo primero que ve es la Playa Negra. “Es una maravilla. Es más pedregosa, pero me encanta. Me gusta salir a andar y a la vuelta darme un baño. Lo hago por la mañana, pero también por la noche”. Va y viene a Lorca, aunque la ‘Semana de la Virgen’ es de obligado cumplimiento no moverse de Mazarrón. “Aquí estamos las tres generaciones de José María”, afirmaba con orgullo. José María se llama su hijo, pero también su nieto, que, junto a él, heredaban el nombre de su padre. “No hay mayor satisfacción que ver a mis hijos y mis nietos todos aquí reunidos estos días disfrutando de una comida. Esto no se paga con nada”, recalcaba.

La cocina no está hecha para él, aunque aseguraba tajante que “soy el mejor de los pinches”. Le gusta cocinar junto a su mujer, pero antes hacer la plaza. “Somos muy de productos frescos. Nos gusta ir a la Plaza de Abastos y comprar gambas, algún pescado… Y cocinarlos”. Estos días la casa de Mazarrón está repleta de gente que entra y sale. “Mi verano huele a familia, reencuentros y reuniones en torno a un plato cocinado por mi mujer, Tini. Cada uno tiene ya su propia vida, por lo que estos días son especiales porque volvemos a estar todos juntos y, ahora, con las nuevas incorporaciones, mis nietos, que son mi locura”.

Ni se le ocurre abandonar Mazarrón para subirse a un avión. “Quita… Solo de pensarlo me canso. El verano es para descansar, disfrutar, andar, ir a la playa, echarte unas risas…”. Sus viajes habituales, por trabajo, son a Galicia. “Acudo unas cuatro o cinco veces al año a comprar granito, piedra… Tienen muy buenas canteras”. Y también viaja a Andalucía. “Para mí, es algo especial. Me gusta Sevilla, Córdoba… todas las provincias andaluzas y su gente, que es maravillosa”.

Es de los que aseguran que no hay que buscar lo que se tiene. “Estamos todos empeñados en recorrer mundo cuando en nuestro país tenemos un abanico de posibilidades”. Y advertía: “Es que yo soy muy patriota, aunque, ojo, que también he viajado fuera de España, pero antes de volver a hacerlo quiero recorrer lo que me falta de nuestro país”. Estos días descansa, pero con todos los sentidos pendientes de Lorca. “Estamos preparando el veinticinco aniversario de la coronación canónica de la Santísima Virgen de los Dolores. Van a ser días muy emotivos, intensos y repletos de acontecimientos”, reseñaba.

La siesta queda relegada casi siempre por las eternas sobremesas después de una buena comida. Y la única licencia que este verano se ha hecho para viajar ha sido a Alcoy a Alicante. Uno de los caballistas que tradicionalmente integra el cortejo del Desfile Bíblico Pasional del Paso Azul, ‘El Peluca’, ha recibido un nombramiento en su tierra. “Le hacía especial ilusión que acudiese y nosotros lo hemos hecho”, recordaba.

Antes de terminar no puede ni quiere dejar de mostrar su agradecimiento a la tierra que le ‘adopta’ cada verano. “Mazarrón es especial, diferente. Para nosotros es descanso, tranquilidad… Lo decía antes. Mi verano huele a Mazarrón, a playa, a arena, a familia, a risas, a aromas que llegan desde la cocina de un buen pescado. Y en estos tiempos que corre ese es el verdadero lujo. Para qué buscar fuera, lo que tenemos a la vuelta de la esquina”. Queda dicho.