Cómo me hubiera gustado no tener que escribir estas palabras presididas por la emoción de la pérdida de un amigo fraternal! Ha muerto Ángel Hernansáez, hombría de bien y artista completo; catedrático de todas las Bellas Artes que atesoraba en su talento. Una legión de alumnos habrán aprendido a encajar el modelo según sus enseñanzas; una legión de críticos de arte habían escrito de sus excelencias artísticas.

Acarreaba el pintor todas las mejores cualidades de esa generación, madurada en los soles del siglo XX y que representaba lo más elegante de la pintura española. Sí, digo española con toda intención de extrapolar sus méritos más allá de los límites de nuestra Región.

Ángel era un virtuoso de la vida, de la amistad, también de la cocina extraordinaria del arte. Conocía todos los secretos del ser humano y de la pintura, de sus texturas, de sus matices. Le caracterizaba la obra bien hecha. Obró así durante años, durante décadas en el trato con sus semejantes en la inmortalidad de su obra. Perdónenme, pero no puedo separar sus bondades y cualidades humanas de las artísticas: era como pintaba; sin dudas, fuerte, decidido, atrevido, hosco en ocasiones cuando le pedía el cuerpo huir de la figuración; era entonces místico, puro, metafísico y también era entonces cuando negaba a los hombres de mala voluntad.

Era, a menudo, un niño grande, divertido, con un regusto andaluz que guardaba después de muchos años, desde su estancia en tierras de Cabra, en Córdoba. Tenía un humor fino y una carcajada que movía las hojas de los libros abiertos de su predilección.

Confieso mi querencia por Ángel, mi admiración; reconozco mi aprendizaje en el ejercicio de buscar la belleza en solitario y luego darla a conocer con cierto rubor que, en su cuerpo, era un murmurar de grandes mostachos. Fue un hombre bueno, cabreado con el mundo en un instante y alegre durante siglos. Ha dejado obra, ha dejado su formidable familia, a la que quiero entrañablemente. Era mi maestro en saber mirar aquello en lo que merece la pena pararse a mirar en esta vida, y en la otra a donde llega dejándonos toda la congoja de nuestra pobre orfandad. Unas líneas apresuradas no pueden reflejar con perfección lo que Murcia, y su patrimonio cultural, ha perdido con su muerte adelantada. Ese hombretón, aparentemente indestructible, nos ha dejado el regusto más dulce de su existencia.

Quienes fuimos sus amigos hoy nos sentimos privilegiados por haberlo disfrutado durante la vida que compartimos, que se nos antoja corta y llena de belleza. No había maldad, no hubo un gesto agrio definitivo ni una mancha en su historial artístico. Ganó premios, muchos, pintó sutilezas y amó la vida. Y un mal día, como hoy, se rindió. Nos rindió en el alma.