El pasado 6 de junio fallecía en Murcia José María Tomás y Soriano. No me importa reconocer la profunda emoción que sentí cuando por expreso deseo de la directora de LA OPINIÓN se me pidió escribir un obituario sobre el hermano pequeño de mi padre. Entre lágrimas, un sinfín de sentimientos y entrañables recuerdos familiares. Pasión de ánimo confortada al evocar la cariñosa sonrisa de mi tío, su trato atento y cordial, rebosante de alma, corazón y vida. Ha mantenido su natural, sencillo, generoso, noble y elegante modo de ser hasta la muerte: sin hacer ruido, sin molestar –como él quería– y, sin lugar a duda, abrazado por el Santísimo Cristo del Refugio, de ahí la paz gozosa de su semblante. Su vida ha sido como un concierto extraordinario de bonhomía. «Por sus frutos los conoceréis»... diez hijos y racimos de nietos y biznietos.

Sobre un extenso pentagrama: fe, familia, amistad, trabajo y apostolado en clave de Dios. Sus descendientes siempre entonan la misma canción: «Dame la fe de mis padres, es vida para mí». Detrás de un gran hombre, una gran mujer, mi tía Mari Juana. El amor es como el vino, el que bebe ríe y llora, cuando el hombre se enamora ríe y llora y algo más. ¡Qué bonito querer así! Bajo la protección de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia, la Virgen del Castillo de Yecla y Nuestra Señora de la Fuensanta en Murcia.

A lo largo de tan extenso pentagrama quedan muchas notas –con sus espacios, silencios y sostenidos– de una vida longeva. Apenas he mostrado algunas de ellas. Ante la muerte de un ser tan querido, también son muchas las palabras suspendidas en la intimidad de cada corazón. Quiero destacar la palabra ´hermano´ con todas sus connotaciones. Con José María, el pequeño de catorce, ha concluido para los Tomás, la generación de nuestros mayores. Familia, amigos y conocidos tenemos un ejemplo cercano para coger el testigo de una vida según el querer de Dios. Como suave susurro me parece oír el habitual y cariñoso saludo de mi tío «¡Bonica!». Las alegrías y las tristezas se funden en una misma canción: «silencio, que están durmiendo los nardos y las azucenas, no quiero que sepan mis penas, porque si me ven llorando morirán. Silencio...».