Me gusta la ciudad de Cuenca; diseñada por la naturaleza y por la arquitectura del hombre -y de la mujer-; su inclinada belleza, su verticalidad, a veces, abismal, abismal si se quiere mirar en la profundidad del vértigo. He pasado muy buenos ratos en su geografía, también con la humana; porque la ciudad es imán de seres que buscan algo más que un acomodo circunstancial para la vida doméstica. Quizá por eso y por muchas cosas más, Fernando Zóbel, en 1966, tuvo la feliz y generosa idea de donar su colección de arte de vanguardia entonces, abstracta ahora y siempre, para hacer un Museo e instalarlo en las Casas Colgadas; ese prodigio estructural que ofrece la composición del paisaje urbano de Cuenca.

Y desde entonces maravilla esa opción artística. Cuando abrí Zero, copié los bancos blancos de listones de madera del museo abierto unos años antes; decidí suelos negros como los de aquella institución que me dio a aprehender una visión del arte. Un grito en la pintura española; tan figurativa por tradición formal. Cuenca es música, que por ello es el arte abstracto por esencia y naturaleza. El museo lo mantiene vivo la Fundación March; me gusta la funcionalidad privada de la fórmula.

A Cuenca se fueron a vivir unos amigos míos, Jorge y Antonio, a la aventura maravillosa de hacer papel a mano; ese que cuelgan estos artesanos hoja a hoja, pliego a pliego, al escaso sol -a veces- de la ciudad. Como ropa blanca en las terrazas. Yo les compraba resmas enteras palpadas, para mis libros de bibliofilia, esos que editábamos con grabados estampados por mí mismo, siguiendo las enseñanzas inolvidables de Manolo Avellaneda; el conocimiento de la enjundia de esa multiplicada realidad, de Paco Flores Arroyuelo, mi amigo.

Antonio Saura, el magnífico pintor que fuera del grupo El Paso, le compró la casa magnífica a otro enamorado de Cuenca, César González-Ruano que pasó allí un tiempo memorable de su corta vida.

Cuando el escritor tenía por secretario a José Luis Coll, un personaje nacido en la ciudad y de especial interés, como se pudo comprobar en décadas posteriores. A la casa de Saura he ido alguna vez, siempre quedándome con la miel en los labios de saborear más la negra pincelada del artista. Y allá estaba, también, el ceramista Pedro Mercedes, de quién nunca supimos si el Picasso verdadero, en cuanto al barro, era él o el inmortal malagueño. También he conocido a Antonio López y su fundación artística; apegada también a la tradición insoslayable, inevitable de la ciudad. Un aire abstracto circula por las calles, baja a los árboles de las riberas del río, de los ríos, y se instala para siempre en el visitante, también, de alguna manera, abstracto.