El rico y atemperado color que la paleta del pintor les presta es su único lujo. Rosas y grises, morados o amarillos, bañan anchos paisajes sin sombra, que una materia sabia hace emergentes o profundos, en aquietada calma.

Cuando Manuel Avellaneda tiñe la tierra de siena tostada, toda horizonte, hay un candor rutilante en cada trazo, dejado como ligera caricia sobre la superficie del lienzo. El campo sigue el orden marcado por la mano del ser humano. Cultivos y parcelas se suceden, sin romper, en ningún momento, la armonía natural que obedece al capricho de un trazado imaginario.

Paisajista con paisaje propio. Esas tierras ariscas manchadas apenas con un aliento fresco de cebada o de trigo son suyas. Y de nadie más. En ellas cultiva el pintor sus resplandores del color, sus mansos polvillos de oro y plata; allí, y siempre a la misma hora lúcida de la tarde, el pintor habla a solas con la tierra.

Nada violenta el diálogo entrañable; ese campo, ese lienzo no se siente jamás agredido por el pincel con un escorzo, ni distraído por una anécdota de riachuelo, ni asistido por la sombra de un árbol. El pintor sembró en las tierras de la Cárdena, del Cal y Canto, un color y lo dejó germinar allí; viéndolo desde las orondas magnitudes de la Media Libra; luego, a su tiempo, cortó la temprana cosecha de matices, de ventanas y puertas abiertas, apenas el color apuntó, para retener mejor esta primicia de vida. Y el paisaje lumbrerense así tratado se nos mete en el alma. Esto no lo digo yo, nos lo dijo Manolo Avellaneda pintándolo.

Hemos pasado con él décadas afectivas y en armonía; le dejábamos solo en los montes como un ermitaño o invitábamos a otros artistas a acompañarnos, a volver al lirismo de la naturaleza. Ahí estamos, a la puerta del cortijo ocre, Ángel Haro, Ramón Garza, Manuel Avellaneda (con un cuadro grande a medio pintar) y yo mismo. Nos cubren unos versos de don Buenaventura Romera (don Ventura): «Las aguas de tu tejado dan a distintas vertientes, y aquí, en la cumbre emplazado, esperas de ocre pintado, la visita de tu gente. Inmenso es tu panorama, delicados los aromas que tus tinajas emanan; y en tu cielo desparraman su vuelo bellas palomas. Cuando vengo a estar contigo y a recrearme en tus vistas, recuerdo a viejos amigos, ellos siempre van contigo, cortijo de los Bautistas».

Me apetece en esta ocasión de verano, descentralizar mi memoria hacia el sur, y volver a renacer junto a las brisas de las jaras y la dulce ansiedad de tener presente a los amigos que me acompañaron en el paisaje, el leñoso sabor de la zarza o el almibarado de la mora. Por estas veredas me quedo, querido lector, contando vivencias sencillas pero trascendentales en la vida de algunas criaturas.