Personajes del Cortejo

Pilar Fernández: “No existe mayor honor que ser los pies de la Amargura”

Cumpliendo el que fuera uno de los últimos deseos de su hijo se le rompieron los zapatos y procesionó descalza

Pilar Fernández Alcaraz, primera por la izquierda, con la clásica mantilla española, a las puertas de la iglesia de San Cristóbal instantes antes de que el trono de la Soledad inicie su recorrido en la Procesión del Silencio.

Pilar Fernández Alcaraz, primera por la izquierda, con la clásica mantilla española, a las puertas de la iglesia de San Cristóbal instantes antes de que el trono de la Soledad inicie su recorrido en la Procesión del Silencio. / Pilar Wals

Llevar a hombros a la Virgen de la Amargura siempre fue su ilusión. Una ilusión que parecía descartada por sus dolencias de espalda que hacían harto difícil que pudiera cargar con el peso del trono. Frente a ella, en la capilla del Rosario, le expresaba a la imagen ese anhelo una y otra vez. A su lado, su hijo Antonio Jesús -aún muy pequeño- que intentaba consolarla. “Recuerdo que me decía. No te preocupes mamá que, si tú no puedes llevarla, la llevo yo con mis acordes, porque tocaba en la Agrupación Musical de la Virgen de la Amargura. Y ya verás cómo un año la llevaré por ti”, afirma Pilar Fernández Alcaraz.

Esos instantes los rememoraba una y otra vez tras la pérdida del joven. Y en ese afán por intentar lograr saldar la deuda pendiente decidió cumplir con la promesa que su hijo había hecho por ella. “No existe mayor honor que ser los pies de la Amargura. Ser penitente debajo de su trono es una oportunidad única”, recuerda.

Al año siguiente del terremoto cargó el peso de su varal sobre su hombro. “Tuve el privilegio de llevarla, pero apenas sentía el peso sobre mi cuerpo. Era como si mi hijo me acompañara en esos instantes y la carga se hiciera más ligera”. No fue la única vez que la llevó. Continuó en esa tarea que le permitía estar cerca de la Virgen de la Amargura, de su hijo. “Estoy firmemente convencida que él está con Ella, porque era tal el cariño y la devoción que le tenía que no puede estar en otro lugar que no sea a su lado”, recalca.

Y en una de esas últimas veces que hacía el recorrido sus zapatos se destrozaban. “No sé lo que ocurrió, pero se rompieron de tal manera que no podía seguir con ellos. Intentaron buscarme otros, pero no aparecía ninguno que me pudieran servir. Estaba en la Plaza del Negrito y desde allí decidí que seguiría llevándola descalza, porque así parecía que estaba escrito. Terminé la procesión con los pies desnudos, pero sin ni una sola herida, alguien se preocupó de que pudiera hacerlo sin daño alguno”, cuenta firmemente convencida.

La primera vez que portó el trono de la Amargura lo hizo para pedir por la curación de su hermano. “Fui debajo, porque no podía cargar peso. Quería que la Virgen nos ayudara porque estaba enfermo, pero desgraciadamente su dolencia era ya muy grave y no se pudo hacer nada por salvarle la vida”.

Pilar Fernández es blanca, pero también encarnada. Encarnada, porque nació en el corazón del barrio de San Cristóbal, en la calle Portijico. “Mi padre y mi madre son ‘rabaleros’. Mi padre, Jesús Fernández Periago, tenía uno de los números de mayordomo más bajos del Paso Encarnado. Un número que mantiene como cofrade mi hermano Jesús”.

Su padre pertenecía a la rondalla que ofrecía en la víspera del Jueves Santo una serenata al Cristo de la Sangre a la que acudía alguna vez Pilar tocando la guitarra. “Era muy bonita porque tocaban con laudes, guitarras, bandurrias… “. Por aquel entonces, la joven aspiraba a pertenecer a la Banda de Cornetas y Tambores del Paso Encarnado. “Era la ilusión de mi vida. Eso de coger un tambor, una corneta, y tocar con ellos, me parecía lo más. Mi padre no ponía muchos reparos, pero mi madre decía que aquello no estaba bien visto en una chica. Y el que entró en la banda fue mi hermano Jesús. Ahora, cuando veo a todas esas chicas tocando en las bandas de cornetas y tambores me acuerdo de aquellos instantes y de los prejuicios de entonces que, afortunadamente, van desapareciendo”.

El amor por la música está muy presente en su casa. Su hijo mayor tocaba el tambor. Y desde el vientre de su madre, su hermano, Ángel Mario, parecía querer seguir la estela que dejaba. “Nació oyendo la música de la Agrupación Musical Virgen de la Amargura, porque estando embarazada acudía a todos los ensayos. Parece que estaba claro cuál iba a ser una de sus principales aficiones. Y toca el tambor con una maestría que sorprende”, afirma orgullosa Pilar Fernández.

Cada Semana Santa, luciendo la clásica mantilla española suele acudir a la Procesión del Silencio. “Soy muy ‘rabalera’. Le tengo una devoción muy grande al Cristo de la Sangre, a la Virgen de la Soledad. Siempre digo que es mi Cristo ‘rabalero’, el padre de todos los rabaleros”. Madre azul y padre blanco y cuatro hijos blancos. “Siempre hemos salido de hebreos. Y hemos ido a todas las procesiones. Recuerdo que mi padre nos llevaba el Viernes Santo a las ocho de la mañana a la procesión del Calvario y luego íbamos a San Francisco a ver a la Virgen de los Dolores y, después, a Santo Domingo, a visitar a la Amargura. El recorrido por todas las iglesias el Viernes Santo era de obligado cumplimiento”.

Pero a la Virgen de la Amargura le tiene un cariño especial. “Es mi madre, pero también la madre de mi hijo. Él le tenía una gran devoción. Antonio Jesús era blanco, como mi Ángel Mario, aunque mi marido Lorenzo, azul, le enseñó a vivir todo lo que tiene que ver con el Paso Azul. Lo llevaba a la Serenata, a la recogida, a Huerto Ruano… Pero un día decidió ser blanco. Con mi Ángel Mario no había dudas, fue blanco desde el principio y, como se suele decir en Lorca, un blanco 'rematao'. Y mi marido es azul de corazón, pero blanco de espíritu”, asegura.

Disfrutaba del palco con la tradicional merienda, siempre guardando la vigilia, y con las clásicas carreras de Jueves Santo para los que son del Barrio. “Terminábamos de ver la procesión de la ciudad y salíamos corriendo para San Cristóbal. Cuando terminábamos de ver el desfile, mi madre nos había preparado la cena y cenábamos toda la familia entrada la madrugada”, rememora.

Caldo de pescado y potaje de acelgas era el menú de los miércoles y viernes durante la Cuaresma y la Semana Santa que aún hoy mantiene en la mesa de su casa, con la salvedad de haber recortado la vigilia únicamente al viernes. Como buena rabalera también se sumaba cada mediodía del Jueves Santo a la ‘Convocatoria’. “Eso era una fiesta. Dejábamos el Barrio, cruzábamos el Puente Viejo y nos íbamos del ‘puente pa yá’ detrás de la bandera. Íbamos repartiendo claveles encarnados y llegábamos al Ayuntamiento para invitar a todos a la procesión. De vuelta, recorrido por todas las sedes religiosas del resto de cofradías para dejar sus insignias”.

La Semana Santa ya no es lo que era desde que falta uno de los dos puntales de su vida, reconoce, aunque es quizás la falta de él, lo que la ha llevado a tener un diálogo constante con la Virgen de la Amargura. La salida procesional, admite, es un instante único, pero mucho más esa espera hasta que la Virgen cruza la puerta de la capilla del Rosario. “Esos instantes solo se pueden vivir como costalera. Estás en comunión desde el principio. El canto de la Salve es un momento de recogimiento que compartes únicamente con Ella. Y una vez que te metes debajo del trono continúa esa espiritualidad hasta el final de la procesión. Terminas llena de gozo, de alegría, de amor… es indescriptible”.

Solía recoger flores del trono, flores de palma, del San Juan y se las llevaba al cementerio a su hijo. “Alguna vez incluso le he llevado una palma, porque a él le gustaba mucho el San Juan. Ahora, se las pongo en su habitación que se llena con ese aroma que perdura durante días”. Este año volverá a la capilla del Rosario a donde acude frecuentemente. Lo hará por Antonio Jesús al que tiene muy presente cada vez que oye a la Agrupación Musical Virgen de la Amargura. “Cada nota me lo recuerda, porque era un niño muy alegre, feliz, que disfrutaba con lo que hacía, que nos llevaba a que todos los que estuviésemos alrededor viviésemos con la misma alegría y felicidad todo lo que hacía. Y volveré a vestirme de mantilla para escoltar a la Virgen de la Soledad, a mi Cristo ‘rabalero’. Lo haré por mí, por mi marido Lorenzo, por mi hijo pequeño Ángel Mario y por Antonio Jesús, porque así lo habría querido”, concluye emocionada.