Opinión | Pasado a limpio

¡Amnistía, libertad!

Como la contemplación de un cuadro, los problemas sociales tienen claves diferentes que exigen otras miradas y, en el problema catalán, también las hay distintas a la jurídica

El expresidente de Cataluña y cabeza de JxCat, Carles Puigdemont.

El expresidente de Cataluña y cabeza de JxCat, Carles Puigdemont. / David Borrat / EFE

Crecí escuchando consignas como esta, canciones que hablaban de libertad sin ira y, un poco más tarde, descifrando aquella que decía «si estirem tots, ella caurà», referida a una estaca a la que todos estábamos atados. También conocí los últimos rescoldos del tardofranquismo, sin imaginar que faltaban por aparecer los postreros. Tras la muerte del dictador, colocaron su testamento en las aulas junto al crucifijo. Recuerdo una frase: «no creo haber tenido más enemigos que aquellos que lo fueron de España». En mi ingenuidad escolar, no entendía que ese faro y vigía de Occidente pudiera tener enemigos. Tal vez por eso me suenan tanto a ultratumba los cánticos de fervor patrio, porque los problemas que creía resueltos han resucitado de entre los muertos, pero no como Lázaro.

De la ley de amnistía del año 1977 poco tengo que añadir a lo que ya sabes, apreciado lector. Fue una ley necesaria para la construcción de la naciente democracia, sin presos políticos ni causas pendientes de la justicia que hubiesen limitado la participación de todos los actores en igualdad de condiciones. Eso no quiere decir que fuera una ley de concordia, ni de olvido, ni un juicio sobre la historia; de hecho, dejó impunes los crímenes de la dictadura. Fue una ley pragmática para un momento que requería dar pasos adelante en la consecución de un objetivo superior.

En el siglo XIII, en la colonización del Reino de Murcia, cerca de un 40% de los colonos venían de Cataluña y dejaron aquí, aparte de sus apellidos catalanes, una cantidad notable de términos provenientes del catalán. Mucho después, durante el siglo XX, más de 200.000 murcianos emigraron a Barcelona, de manera que, contando sus descendientes, probablemente la primera ciudad murciana sea el área metropolitana de Barcelona. ¿Qué ha pasado entonces para que en la nuestra comunidad sean poco queridos los catalanes? Extrañas relaciones paternofiliales. Se es de donde paces, no de donde naces, dice Francisco Delicado en Retrato de la lozana andaluza. Aquellos que emigraron huyendo de la miseria, construyeron su hogar en otra tierra, incluso contra la antipatía de muchos lugareños.

Los hijos de aquellos emigrantes pueden sentirse catalanes, pues allí han nacido, crecido y sumado su trabajo al de sus padres para contribuir a la riqueza de la tierra que les acogió. Solo tenues lazos de sangre y pobreza, tan cercanos al exilio y al olvido, les unen a sus orígenes. Algunos de ellos participaron activamente en el ‘procés’, pero ser oriundos no les priva de su libertad para considerar cuál es su patria y la utopía en la que sueñan, ya sea catalanista, nacionalista o soberanista, que cosas distintas son.

Sobre la ley de amnistía que el Congreso aprobará esta semana, tampoco tengo mucho que decir, pues mi opinión no tiene relevancia alguna, ni pretendo convencerte, lector amigo, de la que tienes formada. Si se ajusta a la Constitución, es al Tribunal Constitucional a quien compete decidirlo, por más que ya se haya pronunciado quien ha tenido oportunidad y modo de dar su parecer, desde el lego en Derecho hasta los más sesudos expertos, incluido el Consejo General del Poder Judicial, pese a no tener jurisdicción. Pero conviene saber que el Judicial seguirá siendo un poder del Estado de derecho y que este desaparecerá. También hubo amnistía en el Ulster y en Colombia, por mencionar dos ejemplos recientes en conflictos armados y sangrientos, y no por eso se subvirtió el orden ni el régimen democrático. Volviendo a la cuestión nacional, nuestro Tribunal Constitucional dirá si esta ley tiene encaje en el tenor de la Carta Magna, en una interpretación que será definitiva para todos.

Ínterin, el resultado de las últimas elecciones catalanas nos lleva a valorar si estamos ante el declive del independentismo. Probablemente no significará su extinción, pacificación, ni normalización, como demuestran los bocachanclas de Vox y Puigdemont en similar afán nacionalista. Pero deberíamos pensar si el soberanismo vive de la confrontación o se apacigua con otras formas de convivencia menos agresivas.

Como la contemplación de un cuadro, los problemas sociales tienen claves diferentes que exigen otras miradas y, en el problema catalán, también las hay distintas a la jurídica. El debate de ideas, de intereses y de formas de pensar distintas es consustancial a la democracia y excluir a una parte de los actores, aun cuando hayan cometido actos delictivos no sangrientos, puede no ser la mejor solución. Verbigracia, cuando creíamos finiquitado el franquismo, surgen los nostálgicos de aquel régimen corrupto como pocos, enemigo de la libertad de expresión y de manifestación, sin un Tribunal Constitucional que corrigiera sus excesos y tan lejos de Europa como de la civilización. Ya intentaron dar un golpe de Estado en el 81 y se les indultó a todos, ¡pelillos a la mar! Tal vez sea que no aprendimos bien de nuestra historia.

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