Opinión | Erre que erre (rock 'n' roll)

El último adiós

A veces, andar por la vida de la mano de según que personas puede resultar un paseo muy placentero, y aunque todo quedó claro en vida, se debía lacrar con el sello del cariño y la admiración que por mi parte se lleva el abuelito de mi hijo

Creo firmemente que los entierros son el último reducto de solemnidad que nos queda en este país. Será que la muerte, cuando es de un ser querido, cercano o comprometedor, invita a conmemorar. Y tanto por afección, convicción respetuosa o por demostrar afecto al entorno del fallecido, se contempla ese acercamiento en el que se olvidan las diferencias sucedidas y se va, sin más.

Las bodas se han convertido en un parque temático en el que los novios ejercen de mercachifles con tal de tener entretenidos a un sinfín de convidados que visten, al unísono, ropas casi siempre inexactas, e invierten agrado y euros a cascoporro sabiendo que hoy día el regalo debe cubrir la inversión hecha por quién manda la tarjeta de invitación, que bien podría llamarse entrada. El protocolo insiste en la elegancia que suele incluir un atuendo de etiqueta para la ocasión, aunque no te hayas puesto una pashmina, tocado, un blazer o un chaqué en la vida. Pero en un sepelio casi basta con la sencillez de una prenda oscura y discreta para estar acorde. Y es que, en un velatorio, aún guardamos las formas que un día impusieron nuestros antepasados con respecto al culto que merece alguien que, tristemente, abandona este mundo.

Ayer asistí con gran desconsuelo a un entierro, al de un señor bueno y honesto, culto, erudito y terriblemente generoso. Cuando fallece alguien que en vida ha tenido algo o mucho que ver conmigo, suelo plantearme la asistencia a su despedida. Pero en este caso, el compromiso vital era innegociable, por acatamiento y, sobre todo, por el cariño compartido durante años con este buen hombre, tenía que estar. 

Hacía mucho que no recordaba a nadie con tanta dulzura, alegría y admiración, a pesar de encontrarme perpleja en la fila de atrás del escenario preparado para la dramatización del último adiós, me sentí con la autorización y la total libertad de llorar recordando los momentos tan felices vividos junto al difunto. ¿Dónde se sientan las exnueras en las homilías? Mire usted, yo no me sé el protocolo social como poderosa herramienta de inclusión o etiqueta, más allá de una mesa decorada con suficiente dignidad para una cena. Pero cuando los actos se acatan con honestidad, da igual quién esté observando tu última oportunidad de reflexión como señal de respeto. 

A veces, andar por la vida de la mano de según que personas puede resultar un paseo muy placentero, y aunque todo quedó claro en vida, se debía lacrar con el sello del cariño y la admiración que por mi parte se lleva el abuelito de mi hijo.

«Gran ciencia es ser feliz, engendrar la alegría, porque sin ella, toda existencia es baldía». Ramón Pérez de Ayala.

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