Opinión | El retrovisor

Los burros

Los burros van camino de la extinción sin que se les reconozca su labor a lo largo de los siglos, domesticados antes que los caballos

Bucólica imagen de un labrador con su burro camino del tajo. 1963 / Archivo TLM

Bucólica imagen de un labrador con su burro camino del tajo. 1963 / Archivo TLM

Era un tiempo feliz, sin ruidos. La naturaleza quedaba cercana, se convivía con ella. El burro, ese cuadrúpedo herbívoro y manso, denostado por la sin razón a la que lleva la mansedumbre, servicial y presto al capricho del amo. Animal noble que acompañó a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén entre palmas y ramas de olivo, punto de referencia de la humildad y abnegada nobleza junto a su bíblica pariente, la oveja.

Tiene el burro la triste mirada de la rutina del jornalero. Su andar es cansino, como sin esperanza. Asumiendo la triste realidad de una vida esforzada y sin ilusiones. Es listo, terco y sentimental. Un romántico de cuatro patas, que queda en evidencia al no dudar en demostrar su celo a la burra de sus amores, sin recato, ni hipocresías. Sus músculos son templados, sin la soberbia del caballo, sin la vanidad del trote, ni del galope. Ni tan siquiera demuestra la ilusión contenida de una bizarra y plástica carga de la caballería.

Su paso lento adquiere cierta liturgia bucólica, cuando camina por los campos de amapolas, por las huertas embriagadas de azahares, todo en él es reposo y bondad en conjunción con la madre naturaleza.

El pollino forma parte de la historia, unido al hombre. Don Miguel de Cervantes Saavedra convirtió en mito al rucio, símbolo de la literatura castellana: «El coprotagonista del escudero, del labrador Sancho Panza, el que dejó de ser un estereotipo para convertirse en un individuo capaz de gobernar con acierto». Rucio humilde ante la sobriedad elegante y escuálida de Rocinante. Borrico que se compadreó con Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón…». Reclamo popular de la La Gran Subasta de Adolfo Fernández Aguilar para aliviar el sufrimiento de los damnificados por las riadas en la Valencia de 1957. Amor platónico y caritativo, sentimiento que puso de manifiesto la sensibilidad del monstruo erótico de los sesenta que fuera Brigitte Bardot, en sus seniles devaneos.

Burros trabajadores, obreros incansables capaces de laborar de sol a sol y alimentarse con unas briznas de hierba y un poco de agua.

Tiempos difíciles corren para los burros en el mundo de la inteligencia artificial. La agricultura mecanizada les niega el derecho al trabajo. Los burros van camino de la extinción sin que se les reconozca su labor a lo largo de los siglos, domesticados antes que los caballos. Plinio hizo un análisis profundo de la importancia económica del comercio de burros, y el Imperio Romano confió la capacidad de movimiento de sus tropas a estos humildes y duros cuadrúpedos.

Compañero fiel y seguro de campesinos y huertanos que colaboraba calladamente en las tareas más duras. El paisaje ya prescinde de ellos, su estampa entrañable, vinculada a los más duros trabajos de la España rural, ha desaparecido en silencio, sin un rebuzno de queja.

El mundo nuevamente arde en conflictos bélicos, vuelven las imágenes estremecedoras, evocadoras de aquella película; vaticinio de un futuro cada vez más incierto: El tiempo en sus manos, la máquina del tiempo, aquella historia de H. G. Wells, plagada de alaridos de sirenas llamando a los refugios, de drones, de misiles balísticos, de misiles de crucero surcando los cielos… Triste destino el de la humanidad, de los hombres que no dudan en calificar de borricos descerebrados a los cuadrúpedos de mirada triste, al noble compañero de fatigas sin fin, desde que el hombre es hombre. 

Estallan las bombas, las naciones se rearman, todo es confusión en un mundo doblegado ante lo material, ante el dinero, ante la ambición del poder…

¡Qué burros somos!

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