Opinión | Punto de vista

Nos fumigan

Fotomontaje e ilustración a partir de fotografía propia.

Fotomontaje e ilustración a partir de fotografía propia. / Héctor Uroz Rodríguez

El otro día, en la red social a la que pienso seguir llamando Twitter hasta que el ‘visionario’ de Elon Musk se la termine de cargar, me topé con la publicación de un ser humano con 18 mil seguidores en la que decenas de congéneres, bien apretados, alzaban sus detectores de metales hacia un cielo -en sus cabezas- no curvo, los cuales pitaban al interferirse entre sí, bajo el eslogan: «Nos pulverizan no solo con químicos... también con metales» (el gremio de ‘detectoristas’ merece una columna protesta específica, pero no nos desviemos…). 

Al minuto siguiente, cosas del algoritmo, me asaltaba un clip en el que un concursante de MasterChef confesaba, visiblemente orgulloso, su terraplanismo. Aquí ya me ardió el esófago, porque este discurso lo han visto millones de personas, y en la televisión pública (si Carl Sagan levantara la cabeza). Es cierto que, aun intensificadas con la pandemia, llevamos generaciones acumulando teorías de la conspiración, al menos desde la Guerra Fría, solo que entonces no se propagaban por los grupos de Telegram. Con internet llegaría lo que Umberto Eco llamó la ‘invasión de los idiotas’. «Las redes sociales le dan el derecho a opinar a legiones de idiotas que antes lo hacían sólo en el bar, sin dañar a la comunidad. Estos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel», declaraba en una entrevista al diario La Stampa en 2015.

La libertad de expresión es una de las grandes conquistas de nuestras democracias. Y facilita el desarrollo del pensamiento crítico. Pero este empoderamiento, sin conocimientos profundos sobre un tema en concreto, induce al ‘cuñadismo’. Es de suponer que en Corea del Norte no hay cuñados, claro, pero por aquí se está viviendo el boom del nocivo efecto ‘Dunnig-Kruger’: el creerse experto o con criterio en algo justamente por no tener ni idea, adoptando un falso complejo de superioridad. Y ya no hablamos de rechazar el argumento de autoridad de los profesionales y especialistas en materias elevadas, sino de saberes de lo más cotidiano y básico: las estelas de vapor de los aviones, o la esfericidad -imperfecta- de la tierra, comprobable a simple vista por cualquier marinero o por un griego norteafricano con un palo hace 2.200 años.

Lo de los ‘chemtrails’ y el terraplanismo podría resultar cómico si no se asociase normalmente a otro fenómeno conspirativo: el de los antivacunas. Y no me refiero a los que dudaron sobre las dosis suministradas contra el coronavirus, que también, sino a los que niegan la mayor, poniendo en peligro a nuestros niños y mayores. Este año se han multiplicado exponencialmente los casos de tosferina en España y sarampión en el Reino Unido. Padres que no inoculan a sus hijos con vacunas que llevan décadas administrándose, bajo la sospecha absolutamente peregrina de que provocan trastornos del espectro autista. ¿La alternativa a los medicamentos de las malignas farmacéuticas aliadas con Microsoft y su grafeno y microchips?: la homeopatía, cuando no beber lejía y comer tierra.

Negacionistas del cambio climático, de los volcanes, de la nieve, del terrorismo del 11-S y del 11-M, incluso negacionistas de la filología y del Imperio romano. Y, en una suerte de crossover con el ultraliberalismo económico, los ‘bitcoiners’ -que, en el fondo, son negacionistas del capitalismo-. No se trata de gente analfabeta, los hay con formación superior; por eso es necesario matizar y reformular las palabras de Umberto Eco. Los impulsores del negacionismo no tienen un pelo de tontos, ni parte de sus followers. Algunas de estas vertientes acaban confluyendo en la interpretación de la geopolítica, en movimientos de la ultraderecha de tipo trumpista. En la intoxicación que supone el bombardeo constante con bulos y medias verdades para erosionar el Estado de derecho, hasta tal punto de que ya no se distingue lo real de lo que no los es. El desarrollo de las imágenes y vídeos generados por la IA no ayuda en nada, por supuesto.

Lo más curioso es que todos estos ‘negas’ despiertos, que dicen cuestionárselo todo, utilizan exactamente las mismas consignas y locuciones -que no argumentos-. Son la deriva fundamentalista y sectaria del cuñado. Una nueva religión asentada en la paranoia, sobre la base de un descreimiento (científico, político y humanístico) absurdamente sustituido por dogmas a cada cual más inverosímil: «no me creo esto ni nada de lo que nos inculcan es real, por tanto, acudo a una (no) explicación surrealista»

Esta columna no está dirigida a ellos, porque con esa gente no se puede razonar, se creen por encima de todo: el adanismo es una comorbilidad del efecto Dunning-Kruger. Va para sus futuras víctimas, o para ti, que te ríes de ellos, que dejas pasar sus estupideces en una reunión familiar o de antiguos compañeros. Porque los fumigados, con su veneno, somos nosotros.

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