Opinión | El retrovisor

Las flores

Dónde Fernando Ríos está, el festejo, la iglesia, la reunión, la mesa y el rincón del hogar se lucen. Sus ornamentos vegetales todo lo cambian, todo se llena de color, de fragancias naturales que engrandecen ceremonias y actos sociales

El florista Fernando Ríos en 2012.

El florista Fernando Ríos en 2012. / Archivo TLM

Cuando ya se tienen más recuerdos que ilusiones (aún veo a aquel mozalbete que me cedió el paso a las puertas de un ascensor, signo de esmerada educación, que me hizo sentir mayor en plena treintena). 

Ahora, cuando queda lejano aquel recuerdo, acrecentado por el paso de los años, se goza mucho más del acumulado tesoro de la primavera. Una estación en la que los poetas afilan sus lápices para cantar a mozas y flores. Unas y otras lucen radiantes al sol de una Murcia renovada. La primavera, alumbrada en el mes de marzo, entre ventoleras y turbiones residuales del invierno en fuga, se consolida gentilmente en este abril que disfrutamos, mes literario y juvenil, que acrecienta cada día su lucidez y apresura sus primeros verdes para vestir de color ribazos y linderos, laderas y parques.

Habrá que recordar aquella Murcia, la que un día fuera jardín que adentraba su fronda hasta el mismísimo Arco de la Aurora. El arquitecto Daniel Carbonell debió imaginar ese jardín en el que se integraban las construcciones, y no al revés, cuando diseñó el recinto de la Feria de Muestras. Aquellos lares en los que reinaba la mano del florista y escultor José Moreno ‘Manú’, entre rosaledas y azahares; entre jazmines y acantos. Aquellos cuidados parterres que embobaron a expositores nórdicos llegados más allá del frío, los que preguntaban si naranjas, flores y limones se habían dispuesto de manera artificial en los árboles para ser admirados por los visitantes.

Fue aquel vetusto jardín de Santa Isabel, cuajadas sus pérgolas de campanillas de mandrágoras, de jazmineros y rosales trepadores, testigo de los juegos infantiles de mi generación, aquellos días en los que la Gran Vía se abría paso obligado en la forja de una nueva y moderna Murcia, la que decía adiós a sus jardines románticos y a sus angostas calles que nos libraron de abrasadores soles estivales.

El cuidado de las flores siempre fue un arte desde tiempo inmemorial, y fueron las flores las que, con sus aromas, disimularon la falta de higiene de los humanos y los olores pútridos que acarrea la muerte. La flor es indispensable en los escarceos amorosos, en el reconocimiento al amor de las madres, la compensación cromática y perfumada a los dolores del parto.

«La flor es un orgasmo de la naturaleza», célebre frase acuñada por el gran florista murciano Fernando Ríos, el hombre ‘cultivado’, de ‘florido’ y generoso verbo, el que esculpe y hace Arte (con mayúscula) en sus decoraciones y composiciones florales. Fernando es un auténtico revolucionario en su oficio que vive en una eterna primavera. No pudo ser en otro sitio, la Plaza de las Flores, en la que se forjó la personalidad y la vocación del hombre que cambió a muchos murcianos el concepto, la observación y los aromas de algo tan sencillo y grandioso como es una flor.

Dónde Fernando Ríos está, el festejo, la iglesia, la reunión, la mesa y el rincón del hogar se lucen. Sus ornamentos vegetales todo lo cambian, todo se llena de color, de fragancias naturales que engrandecen ceremonias y actos sociales, con ese toque que solo una modesta flor es capaz de lograr al emanar de ella la propia vida.

Un auténtico poeta que escribe con flores y narra en sus versos, con sus rosas, jazmines y calas, la grandiosidad de la primavera murciana.

La vida es promesa y los ojos renuevan la esperanza. La naturaleza recobra su juventud. El cansancio de vivir se convierte mágicamente, por el encanto de la primavera, en sensación de vida renovada, en alegría íntima del disfrute ante la aventura primera de la rosa, que se abre entre gotas de rocío. 

Todo es nuevo, al igual que los brotes de las moreras, de los azahares, de los galanes de noche y los primeros amores que surgen en la primavera.

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