Dulce jueves

¿Por qué la miseria?

José Luis Ábalos.

José Luis Ábalos. / A. Pérez Meca / Europa Press

Enrique Arroyas

Enrique Arroyas

Me enfrento a todo. Vengo solo en mi coche. No tengo secretaria, no tengo a naaaadie detrás... ni al lado». Fue el momento culminante de la intervención de José Luis Ábalos, que, efectivamente, minutos antes avanzaba por los pasillos del Congreso algo desorientado, poco acostumbrado al papel de llanero solitario, pero esforzándose en mantener su habitual porte erguido, seguro de sí mismo, al límite de la chulería, propio de quien está en la cumbre del poder y se cree inexpugnable.

Yo soy una persona crédula. Sería un pésimo juez, fiscal o policía. Puedo ser escéptico en muchas situaciones, pero no ante alguien que se siente acosado y defiende su inocencia cuando esta se ha puesto en entredicho en aquello que considera el núcleo de su persona, lo que ha construido a lo largo de su vida. Ante alguien que se aferra con uñas y dientes a la imagen que tiene de sí mismo. 

El discurso de Ábalos fue el relato de una vida y de una personalidad en peligro. Quizá, o seguramente, ese relato sea tan falso como cualquier otro, pero es el suyo. Siente que está en juego todo lo que él es, y que una vez ha fracasado la negociación con su partido para una salida airosa, es un juego de todo o nada. Por eso hablaba de honor, reputación y lucha. Eso le da un tono de grandeza y desesperación, que se intensifica por el hecho de que vemos a alguien haciendo algo que va en contra de todo lo que guiaba hasta ahora su comportamiento: la fidelidad al partido. Ahora está solo, sin chófer, sin compañeros. Y cuando veo a un individuo abandonado, pero erguido todavía sobre los escombros de sus creencias, desafiando a las estructuras del poder, irremediablemente se despiertan mis simpatías.

Ahora bien, hay algo que no me resulta convincente, ni siquiera como una parte más de la ficción que Ábalos se haya podido crear de sí mismo. Un tipo que lleva cuarenta años en la política, que ha conocido de cerca los entresijos más oscuros del poder, parecía sorprenderse de esa misma oscuridad como si fuera un recién llegado. «¿Por qué siempre tiene que estar la miseria acompañándonos?», se lamentaba con tono quejumbroso. Y viéndolo morderse los labios para reprimir las lágrimas cuando evocó el amor de los compañeros, no se sabía si le dolía que la política fuera sucia y traicionera o que la suciedad y la traición le hubieran alcanzado a él. A esas alturas del discurso, la orgullosa soledad de Ábalos empezó a deslizarse hacia la melancolía que anticipa una dolorosa derrota.

Dijo que se enfrenta a todo el poder político, pero no son sus enemigos naturales quienes le hacen temblar por primera vez en su carrera. Cuando, dispuesto a jugárselo todo, anuncia que no se rendirá y que necesita una tribuna para luchar, sabe que su adversario es inédito, el más poderoso, el que nunca pierde. Y probablemente teme que sea una batalla perdida, que no podrá ganar sin destruirse a sí mismo y todo en lo que ha creído.

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