Tribuna Libre

Eliminando controles democráticos: la muerte anunciada del Consejo de Transparencia

El problema de todas estas instituciones, como la del Defensor del Pueblo, que insinúan mecanismos de control ciudadano de la acción política, es su estructura administrativa y profesional, su independencia política y orgánica y sus recursos

Francisco Saura Pérez

Francisco Saura Pérez

En julio de 2020 escribimos un artículo en un diario regional sobre el incierto futuro del Consejo de la Transparencia. Entonces, se discutía la sucesión de José Molina, primer presidente del mismo, y El último rebelde, si damos como bueno, y lo damos, el título del documental que dirigió el cineasta José Antonio Romero, y que fue proyectado en Puertas de Castilla, hace pocos meses. La persona elegida por la Asamblea Regional para sucederle fue el juez jubilado Pérez-Templado que, a pesar de las dudas iniciales, cogió las riendas del Consejo de la Transparencia y se inmiscuyó activamente en desarrollar la Oficina del Consejo, decisión que no fue del agrado de sus mentores políticos.

En realidad, en 2020 ya se quería dar carpetazo a la figura social del Consejo de la Transparencia; se había convertido en un estorbo político por sus pretensiones de hacer cumplir los objetivos de su ley de creación: un órgano democrático de control social del desarrollo legal y administrativo de las políticas de los Gobiernos regionales de turno. Más allá del debate sobre la organicidad de su Oficina, sobre la forma de imbricarse, o no, en la Administración Pública Regional, el Consejo de la Transparencia se convirtió en sospechoso desde el momento en el que podía poner a disposición de la ciudadanía una información que el poder político controla y sabe dosificar en aras de su interés propio. 

Esto no es Suecia, se dirá. Que en esos países de gran calidad democrática, cualquier ciudadano pueda acceder a la relación de las llamadas del teléfono oficial del primer ministro, no forma parte de nuestra cultura mediterránea; que el desarrollo de políticas activas de transparencia, para profundizar en el control democrático de las instituciones y luchar más eficazmente contra la corrupción, sea una de las líneas maestras de la Unión Europea, importa aún menos.

El debate sobre qué Consejo de la Transparencia se quiere estuvo siempre en la agenda política regional, mucho antes de la irrupción de Vox en la Asamblea Regional y su decisión, dentro de su teórica lucha contra los chiringuitos, de comenzar a montarlos, con el apoyo de su socio político, como forma de ‘institucionalizarse’ como partido político. El primero será la recreación de un remedo de Defensor del Pueblo Regional que asuma las competencias del Consejo de la Transparencia, figura ya ensayada con chófer oficial, secretaría y nula Oficina, que fue suprimida por prescindible por la Ley 14/2012, de 27 de diciembre, de medidas tributarias, administrativas y de reordenación del sector público regional.

El problema de todas estas instituciones, como la del Defensor del Pueblo, que insinúan mecanismos de control ciudadano de la acción política, es su estructura administrativa y profesional, su independencia política y orgánica y sus recursos. Todo lo demás, que incluye sueldo, chófer, secretaría y sujeción política, entra dentro de la definición, no sabemos si canónica o no, porque depende de las percepciones internas de los partidos políticos, de chiringuito. Es lo que ha pretendido el Gobierno regional para el Consejo de la Transparencia desde su creación, es el futuro que nos depara el recuperado Defensor del Pueblo Regional.

En una Región como la de Murcia, no está de más parafrasear a un filósofo renano, crítico de Hegel, y preguntarse quién controla a nuestros controladores. En los designios de Vox y el PP, la respuesta es sencilla: ellos mismos. Recuperada la hegemonía política, toca centrarse de nuevos en esas estructuras orgánicas construidas con palos y maderos que solo esconden suculentos sueldos públicos, opacidad y obediencia subyacente.

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