Opinión | Allegro Agitato

Violinista y catedrático de Música de Cámara

Hiroshima

Escuchamos el sonido de sirenas, el ruido de los motores y, tras un breve y atronador silencio, el estallido y la sensación de que, tras él, solo queda la nada

Nube de hongo sobre Nagasaki, producida por la explosión de la bomba atómica.

Nube de hongo sobre Nagasaki, producida por la explosión de la bomba atómica.

En unos días se conmemorarán los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, ocurridos los días 6 y 9 de agosto de 1945, que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial. En aquel momento se trató de ver el lado positivo de este horror: matar o herir a cientos de miles de personas era preferible a una lucha isla a isla, ciudad a ciudad y calle a calle, que hubiera provocado la muerte de millones y la desolación más absoluta para los supervivientes.

Uno de los intentos de reflejar el daño ocasionado a la población lo encontramos en una de las últimas películas de Akira Kurosawa, Rapsodia en agosto (1991). En esta película se habla de las víctimas que sobrevivieron, los llamados ‘hibakusha’, que además de sufrir enfermedades provocadas por la radiación, como el cáncer o malformaciones físicas, padecieron la discriminación de la sociedad japonesa, por la creencia de que las secuelas eran hereditarias o incluso contagiosas.

En mi primera participación con la Joven Orquesta Nacional de España, el programa incluía una obra del compositor Krzysztof Penderecki, autor vivo por aquel entonces, titulada Treno a las víctimas de Hiroshima. Un treno es un canto fúnebre o lamentación por alguna desgracia. 

El acceso a la música contemporánea no solo es difícil para gran parte del público, sino que también lo es para músicos jóvenes e inexpertos. Todo nos resultaba nuevo, comenzando por la partitura, formada más por trazos y dibujos que por pentagramas y notas musicales. En ocasiones teníamos que tocar de manera muy inusual, con el arco en el lado contrario del puente o golpeando sobre la tapa del instrumento, además de tener que hacerlo de forma aleatoria en algunas partes. 

El momento culminante de la obra llegaba en su conclusión, cuando cada instrumentista tocaba una nota diferente, desde la más grave a la más aguda, formando un clúster de 52 sonidos distintos, una especie de pared sonora que atacaba con la máxima potencia y se desvanecía progresivamente a lo largo de 30 segundos. El proceso de montaje nos resultó muy divertido, con risas y carcajadas mientras hacíamos estas cosas que nos resultaban tan extrañas. 

Pero todo aquello acabó el día del ensayo general cuando, por primera vez, la orquesta interpretó la obra de principio a fin. De manera abrupta desapareció la diversión y entendimos la magnitud de la tragedia que quería expresar el compositor. Pudimos imaginar el inicio de la guerra con unos sonidos agudos y punzantes, y su avance inexorable. Escuchamos el sonido de sirenas, el ruido de los motores y, tras un breve y atronador silencio, el estallido y la sensación de que, tras él, solo queda la nada.

Pero esto, realmente, era un pequeño ejercicio de música-ficción sugestionado por su título. Penderecki escribió en 1960 una obra que a la que llamó 8´37´´, que era la duración que había previsto para ella. En esto, y en nada más, seguía la línea de 4´33´´de John Cage. Utilizaba una plantilla de 52 instrumentos de cuerda que es, aproximadamente, la sección de cuerda de una orquesta sinfónica. 

En principio era una obra abstracta, sin connotaciones extramusicales, con la que pretendía desarrollar un nuevo lenguaje musical. Más adelante, cuando el editor le pidió que modificara el título, y tras escuchar algunas interpretaciones y percibir su enorme carga emocional fue cuando, buscando posibles asociaciones, decidió dedicarla a las víctimas del primer bombardeo. La obra recibió en 1961 un premio de la Tribuna Internacional de Compositores de la Unesco en París.

Penderecki había nacido en Polonia en 1933, un país que sufrió los rigores de la ocupación alemana para, a continuación, padecer la opresión de la Unión Soviética. Tras la muerte de Stalin en 1953, sin embargo, el país experimentó una apertura a occidente, mucho mayor que el resto de países del bloque del este. 

Los compositores polacos tomaron como referencia la música más avanzada y Penderecki estaba a la vanguardia de esta corriente de experimentación. Comenzó a obtener notoriedad en 1959 con el estreno de tres de sus obras en el Festival de Otoño de Varsovia. Este estilo era especialmente adecuado para la música de cine y para el teatro. Resulta llamativo que algunas obras de este periodo fuesen posteriormente utilizadas en películas como El resplandor de Kubrick, El exorcista de Friedkin o Shutter Island de Scorsese.

Paulatinamente, Penderecki comenzó a suavizar su estilo, algo que se haría más evidente a partir de mitad de los años 70, hasta una etapa final mucho más conservadora. Como explicó en su madurez, ya no era necesario el carácter de protesta de sus años de juventud. Dentro de este mismo espíritu podríamos incluir sus obras religiosas, siendo la más conocida la Pasión según San Lucas, porque la religión, además de una cuestión de fe, también era una forma de rebeldía contra el régimen comunista.

Penderecki llegaría a ser uno de los compositores más conocidos y reconocidos a nivel internacional, poseedor de premios y condecoraciones por todo el planeta, entre ellos, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2001. Penderecki dejó de componer obras reivindicativas porque pensaba que en nuestro mundo ya no era necesario. Falleció con ese convencimiento hace muy pocos años, en 2020, aunque la realidad nos haga pensar que es necesario reflexionar día a día sobre la paz y las víctimas que siguen provocando las guerras.

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