La Fuerzas del Mal

Palabras

Pedro Sánchez y Yolanda Díaz durante la rueda de prensa del anuncio de acuerdo entre PSOE y Sumar.

Pedro Sánchez y Yolanda Díaz durante la rueda de prensa del anuncio de acuerdo entre PSOE y Sumar. / Eduardo Parra / Europa Press

Enrique Olcina

Enrique Olcina

Claro que, si las palabras se las lleva el viento, ojalá sople un fuerte viento del norte que borre las palabras de Antelo acusando a aquellos inmigrantes que llegan en patera a la Región, todos ellos, sin excepción, de ser posibles islamistas peligrosos. Él y Alpañez, el portavoz que tiene apellido y declaraciones de tebeo de Mortadelo, han puesto sobre el Ejecutivo regional el mote de xenófobo, dado que López Miras, por la bendita unidad de acción, no ha corregido a su vicepresidente, sin pensar que, quizás, esas palabras también arrojan una sombra de duda sobre murcianos muy murcianos que son también musulmanes y que, siguiendo a Antelo, podrían ser también terroristas. Lo malo de esas palabras es la desconfianza y la sospecha que generan. Sospecha que se convierte en miedo. Miedo que genera odio y odio que genera violencia. Lo sabemos las personas LGTBI. El aumento de discursos de odio coincide con un aumento de violencia contra nosotros. ¿Casualidad? No creo.

Las palabras, tan volátiles, deshacen fortunas. El dinero es temeroso, más bien quienes lo tienen. Los más de 600 millones de Aena perdidos en bolsa por las palabras de Yolanda Díaz, que suele ser certera con los datos, lo demuestran. De esa misma lección de locuacidad ha aprendido en el pasado Sánchez y ha decidido envolver en un manto de silencio, en un vientre con agua muda, el pacto que ha de nacer, la manida cosa que nadie ha visto, pero que se dice, se rumorea, se comenta que será o qué no será. Un grifo, una arpía, un unicornio o una amnistía. Prefiere ser dueño de este silencio mientras intenta zafarse del eslabón de sus palabras pasadas, las que negaron la amnistía. No quiere que las palabras de otros definan su criatura.

Sánchez presenta un examen emborronado, tachado, que escribe al dictado de lo que gobierna, mientras que Feijóo, con letra clara, enuncia los distintos apocalipsis que habrían de haber sucedido ya y no han pasado: ni la ruina del país ni la destrucción de España predichas porque él no gobierna han sucedido. No hace más que repetir las palabras de otros que le precedieron; Aznar, Rajoy. O ellos o el caos, que España caiga, como dijo Montoro, ya la levantaremos nosotros, como Sinatra se supone, a su manera. Y, sin embargo, las palabras de Feijóo son veneradas por la parroquia que escucha. Como la que escucha a Sánchez. Como la que escucha a Antelo. Las palabras son consuelo de la certeza en un mundo de dudas que han de solventarse cada día.

Las palabras también construyen mundos, al mismo tiempo que los explican mientras los están inventando. Son las sencillas y las tiernas. La palabra, cuyo eco se desvanece con el viento y no queda nada, contiene en sí el aliento de la llama de la creación en cada instante cuando expresamos una voluntad, un deseo, un anhelo capaces de crear un universo de amor que, desde la oscuridad, diga que se haga la luz. Solo basta decir, cuando el momento es preciso, cuando nos propongan ese mundo contestar «sí, quiero».

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