Luces de la ciudad

Un arma de doble filo

Convertirse en guardián de secretos ajenos puede generar demasiada presión y responsabilidad, de hecho, distintos estudios sociológicos y psicológicos confirman que guardar secretos consume demasiada energía y, por tanto, resulta perjudicial para la salud

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

A lo largo de la historia han existido verdaderos maestros del engaño y la ocultación, grandes espías, cuya dedicación y destreza en el arte de sonsacar y descubrir secretos ha quedado plasmado en los libros de historia. La bailarina y espía holandesa Mata Hari, convertida en una auténtica leyenda, llegó a declarar que: «si alguien dice que me proporcionó información secreta, el delito lo cometió él, no yo».

Sin duda hay secretos de mayor o menor calado. Algunos de ellos, férreamente custodiados, como la famosa fórmula de la Coca Cola o el mismo algoritmo de Google, que se han mantenido ocultos con el paso del tiempo. Otros, sin embargo, son de forzoso cumplimiento. Abogados, policías, médicos, periodistas, sacerdotes..., están obligados a guardar el secreto profesional y no desvelar la información recibida por sus pacientes, clientes o administrados.

Pero, ¿qué ocurre cuando entramos en el plano personal y alguien nos dice: «te voy a contar algo, pero no se lo digas a nadie»? A mí en particular me saltan todas las alarmas. Entiendo que ese alguien me considera digno de su confianza y, al parecer, merecedor de conocer algo que nadie más sabe, pero ¿qué necesidad tengo de cargar con esa losa y sentirme partícipe de algo que no sé exactamente si quiero conocer?

Convertirse en guardián de secretos ajenos puede generar demasiada presión y responsabilidad, de hecho, distintos estudios sociológicos y psicológicos confirman que guardar secretos consume demasiada energía y, por tanto, resulta perjudicial para la salud. Es más, tarde o temprano, sufrirás la tentación de contarlo, de aligerar peso de tu mochila y entonces, ¿qué? ¿Traicionarás la confianza depositada en ti? Más presión. «Nadie guarda mejor un secreto que el que lo ignora» afirmaba el dramaturgo irlandés George Farquhar.

Añadamos también a este coctel de interrogantes, como si no tuviéramos ya bastante, nuestros secretos más profundos, más íntimos. Esos secretos inconfesables. Unos, porque nos hacen sentir culpables por distintas actuaciones de las que no nos sentimos especialmente orgullosos y otros, más de carácter mental, porque pueden llegar a hacernos sentir vergüenza de nosotros mismos. Secretos imposibles de compartir y de los que, a buen seguro, el que más o el que menos, algunos tendrán guardados en el cofre del misterio.

Es indiscutible que la función de un secreto es evitar que otras personas conozcan información que no queremos compartir, y para preservarla, nada más sencillo que, simplemente, no hablar, por más que nos cueste. Aun así, mención aparte merecen esos secretos a voces que nadie confirma, pero que todos conocen. Y por supuesto, esos divulgadores compulsivos, también llamados ‘bocachanclas’, a los que solo con insinuarles que algo es de carácter privado y no debe ser revelado, les falta tiempo, ante su incontinencia verbal, para que se produzca el efecto completamente contrario. Ya avisaba Beethoven cuando manifestaba que un secreto no podía confiarse ni al más íntimo de los amigos, porque no podrías pedirle discreción si tú mismo no la habías tenido.

A pesar de todo lo dicho, e inmersos en una sociedad donde el intercambio de información es continuo, aunque no todo sea evidente, ¿cómo nos sentiríamos si quedáramos completamente excluidos de esos círculos privados de familiares, amigos o pareja, y dejáramos de ser receptores de sus confidencias? Nuestro orgullo, inevitablemente, se resentiría. 

Puede que desconozca si un mundo sin secretos sería un mundo mejor, pero de lo que no tengo la menor duda, es que un secreto, guardado o desvelado, puede llegar a ser un arma muy peligrosa de doble filo.  

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