Derrota en la cueva del destino

Don Quijote sí había descendido a los infiernos, pero no regresó con triunfo alguno debajo del brazo. Su catábasis fue estéril. Si al menos hubiera probado el equivalente de una fúnebre granada que le obligara a regresar al abismo…

Don Quijote entrando en la Cueva de Montesinos

Don Quijote entrando en la Cueva de Montesinos / Luis Tasso

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Desde hacía tiempo don Quijote perseguía una heroica bajada a los infiernos. Soñaba con encantados lagos de fuego a los que arrojarse, para descubrir bajo su magma un prodigioso mundo, (reservado solo a los valientes), de princesas, caballeros y castillos. Pero ahora, más que nunca, ansía el descubrimiento de pasos escondidos que le conduzcan ante la presencia de algún sabio, en lo más profundo de una montaña, para que le sea revelado cómo podrá vencer el encantamiento que pesa sobre Dulcinea, la cual se ha transformado, según Sancho, en una vulgar campesina, a causa de la mucha envidia que tienen al Caballero de los Leones tantos malvados hechiceros.

Un nombre mágico, cargado de leyenda, resuena en sus oídos. Es la Cueva de Montesinos, cerca de las lagunas de Ruidera. Ya como huésped de don Diego de Miranda, Caballero del Verde Gabán, muestra su deseo de ir a reconocer aquellos parajes. Habrá de esperar hasta el final de la aventura de las bodas de Camacho para dar satisfacción a sus afanes. Caballero y escudero se dirigen al famoso paraje, acompañados por un joven humanista que desea saber en qué paran las locuras de la alegre pareja. Entregado a las más variopintas cuestiones librescas, émulo de Virgilio y obsesionado con ser un Ovidio a la española, moderno inventor de metamorfosis y transformaciones, siente una llamativa afinidad con don Quijote. Probablemente brota entrambos la simpatía mutua de quienes han enloquecido leyendo libros.

La cueva es tenebrosa. Arbustos cierran la entrada, miles de murciélagos y negros pájaros de mal agüero la custodian. Pero el intrépido caballero se descuelga en su interior con ayuda de una cuerda. Cuando lo rescatan inconsciente, unas horas después, la prodigiosa aventura ya ha concluido. No han sido (para él) horas, sino días los que había estado en el interior de aquella pétrea morada, puente hacia otro mundo, en el que el gran caballero Durandarte yacía exánime aunque, por encantamiento, podían volver las palabras a su boca. Allí, su amada Belerma, algo trastornada su belleza por el ambiente de hechicería que lo rodea todo, desfilaba con otras doncellas, para rendir honores al difunto. Montesinos, camarada leal con su señor Durandarte, tanto en la vida como en la muerte, explicaba a don Quijote cómo la escena se repetía, y así había de ser, una y otra vez, jornada tras jornada, para siempre. Triste destino, tan doloroso que había transformado al escudero Guadiana en un río de lágrimas; a la dueña Ruidera y sus hijas, por su llanto inconsolable, en las célebres lagunas que ahora todos conocían. Entre aquellos desgraciados, por algún secreto designio, también se encontraba Dulcinea, encantada y desfigurada su belleza, vestida con rústicos ropajes de labradora, tal y como Sancho la había descrito. Entre los malditos persistía, no obstante, una esperanza. Oráculos favorables decían que don Quijote sería el libertador de quienes en aquellas sombrías profundidades estaban hechizados.

Pero al ser izado por Sancho, temiendo que hubiera sufrido alguna desgracia, es devuelto al mundo prosaico desde el que había descendido. ¡Cuánto lamentó el caballero de la Mancha haber sido rescatado!, ¡con cuánto mayor gusto hubiera permanecido en la cueva!, y así habría sabido cómo liberar a los dolientes sepultados bajo las pétreas bóvedas del tiempo. Sancho dudaba muy seriamente de la experiencia subterránea de su señor. Sabía bien que la maldición de Dulcinea había sido una invención escuderil suya, una excusa de mal mensajero. Aunque ni eso, a fin de cuentas, lo podía dar por seguro.

Don Quijote sí había descendido a los infiernos, pero no regresó con triunfo alguno debajo del brazo. Su catábasis fue estéril. Si al menos hubiera probado el equivalente de una fúnebre granada que le obligara a regresar al abismo… Pero nada había logrado, a nadie había ayudado, y menos aún a Dulcinea, que permanecerá encantada, es de temer, durante mucho tiempo. Dejaba todo atrás. Fracasó en su prueba, en su momento decisivo. Aunque hubiera atravesado el umbral para adentrarse en la oscuridad, no pudo despertar de su sueño iniciático envuelto en luz. Sus esperanzas habían estado muy por encima de su talento. Al abrir los ojos, solo encontró decepción, fracaso. Y una hiriente convicción: que su destino, amargo y sombrío, estaba ya escrito con trazo claro e imborrable, como el de una sentencia capital.

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