EL PRISMA

Una ciudad partida en dos

Lo que es seguro es que habrá más manifestaciones de ciudadanos perjudicados por la paralización de las obras, como antes las hubo organizadas por los que estaban en contra de su ejecución. El alcalde pretende estar en el centro de la disputa, pero tarde o temprano tendrá que decidir

Concentración en el Puente Viejo.

Concentración en el Puente Viejo. / Francisco Peñaranda Saura

Pablo Molina

Pablo Molina

Pocas obras públicas han estado sometidas a un estrés tan intenso como la modificación del trazado de las principales arterias de Murcia para mejorar, presuntamente, la movilidad de los ciudadanos. En el programa reformador del alcalde socialista, reciente y felizmente cesado de la institución por imperativo popular, se incluye la reducción de los caudales de tráfico en zonas sensibles de la ciudad a cambio de ampliar aceras e instaurar carriles para que circulen en solitario patinetes eléctricos y bicicletas. La consecuencia inmediata ha sido un caos circulatorio constante, lo que cuestiona seriamente el objetivo perseguido, porque si lo que se quería era agilizar la movilidad, lo que se ha conseguido en primera instancia es precisamente la paralización del tráfico, el bloqueo de los comercios y el estancamiento de la actividad cotidiana. Lejos de rebajar las emisiones contaminantes, la presencia diaria de miles de vehículos detenidos en las calles contribuye a espesar la boina de polución que se cierne sobre Murcia cuando las condiciones atmosféricas son propicias, pero falta por ver si es un problema coyuntural, producto del perjuicio inevitable que supone hacer obras en la vía pública, o si la capital murciana se verá condenada a sufrir un tráfico colapsado de aquí a la eternidad.

Y en estas llega el nuevo alcalde, José Ballesta, en cuya alma pugnan dos sentimientos encontrados: por un lado quiere cambiar la ciudad por completo para dejar a las generaciones futuras el fruto de un legado imperecedero; por otro, no quiere joderle la vida demasiado a los murcianos afectados antes, incluso, de inaugurar en la práctica éste su segundo mandato. Al cuarto día de mandato ya le han asestado una manifa y en el Puente Viejo, lugar señero donde los haya. Como presagio de lo que puede ser esta legislatura, reconozcamos que no está nada mal.

La solución elegida por Ballesta parece ser quedarse en un terreno de nadie, que es lo mejor que se puede hacer para fastidiar a todo el mundo. Es como los árbitros de fútbol que, ante la duda sobre si una falta en el área ha sido penalti, van y pitan córner, una solución salomónica que a nadie satisface y que lo único que consigue es deteriorar el prestigio del juzgador.

Por si el problema no fuera ya de por sí suficientemente diabólico, hay que incluir en la ecuación la variable europea, puesto que esta reforma estructural urbana para una movilidad sostenible está financiada con dinero procedente de los fondos europeos destinados a la recuperación de las economías de la Eurozona tras la pandemia vírica. Poca broma, que hablamos de un pastón.

Es cierto que el ayuntamiento tiene margen para introducir modificaciones en el diseño de estas obras, pero también que los trabajos no pueden eternizarse, porque en este caso Bruselas podría exigir la devolución de la subvención. Por eso Ballesta habla de reformas ‘quirúrgicas’ (qué eufemismo más apropiado para un catedrático de medicina), entre otras cosas porque los plazos de ejecución no dejan margen para mucho más.

Lo que es seguro es que habrá más manifestaciones de ciudadanos perjudicados por la paralización de las obras, como antes las hubo organizadas por los que estaban en contra de su ejecución. El alcalde pretende estar en el centro de la disputa, pero tarde o temprano tendrá que decidir. 

Igual hace como Salomón, cuando amenazó con cortar a un bebé por la mitad y darle una parte a cada una de las mujeres que aseguraban ser la madre auténtica. Solo que en este caso igual aplauden las dos presuntas mamás y el niño, la ciudad, acaba partido en dos.

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