Observatorio

Museo de la Memoria, Matucana 501

José Luis Villacañas Berlanga

Para qué trae a sus amigos aquí», le espetó el taxista a Ricardo Espinoza, el querido colega que me ha traído a Chile. Llegábamos al Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos, en la Avenida Matucana 501, y el conductor veía como un acto censurable que un chileno llevara a visitantes a recordar la época de Pinochet. Era un acto de traición. Esta fue la primera noticia de una resistencia entre estratos de la población chilena a reconocer los crímenes de la dictadura que asoló Chile entre 1973 y 1990. Sin embargo, el Museo es escrupuloso en su voluntad central: mostrar las violaciones contra los Derechos Humanos que supusieron las prácticas del gobierno de Pinochet desde su primer día. 

En la explanada que diseñaron los arquitectos Figoroa, Fehr y Días saludan al visitante los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, escritos en hierro y adheridos a la pared del recinto. Con eso se confiesa la finalidad fundamental de este museo. No hace historia, no hace justicia. No es una instancia explicativa ni fiscal. Hace pedagogía sobre los derechos humanos y constata sus violaciones. Vincula de una manera precisa la tiranía y la dictadura con la capacidad de violar esos derechos. En esto es inapelable.

Por supuesto el Museo ha recibido críticas. De la derecha y de la izquierda. Mi amigo Sergio Villalobos, profesor en Michigan, propuso que se llamara «Museo del Fracaso, el de la Unidad Popular y el de ahora». Esto es restrictivo. En realidad, cuando emerge una dictadura tan feroz, el fracaso es del país entero, pues una dictadura como la de Pinochet es un mal radical que afecta a todos. La derecha reclama que se expongan los antecedentes y el contexto que dio lugar a lo siniestro. Ambas críticas son injustas. 

Como bien dijo Javiera Parada, cuando se trata de algo que se puede caracterizar como mal radical, su emergencia no se debe contextualizar. Nada de lo que hiciera el Gobierno de Allende puede justificar la respuesta criminal de una violación sistemática de los Derechos Humanos. De otro modo serían inevitables las inclinaciones justificadoras. Lo que se debe imponer es la conciencia de que ningún contexto puede justificar acciones que violen de forma clara y tajante los Derechos Humanos. Se trata de su aceptación como una norma incondicional, un imperativo categórico. 

No hay posibilidad a la altura de nuestro tiempo de generar otro consenso básico que impida a las sociedades escindirse en bandos violentos. Al contrario, cualquier consenso pasa por defender políticas que tiendan a garantizarlos en todo caso. Contextualizar el golpe de Estado llevaría ineludiblemente a posicionarnos como actores que se podrían sentir inclinados a adoptar un rol u otro en esa circunstancia y, por lo tanto, a un relativismo moral. Cuando los amigos de Pinochet anunciaron la creación de un «Museo de la Verdad» no hicieron sino confesar su complicidad con aquel crimen masivo y su disposición a repetirlo si se daban las condiciones que ellos consideraban suficientes para ello. 

Cualquiera que considere relativos o condicionales los Derechos Humanos debería confesar su norma incondicional, su valor supremo. Lo que no puede es guardar silencio sobre ello. Lo que este Museo muestra es la dificultad de pensar una norma que permita justificar la tortura sistemática de gente indefensa, el asesinato anónimo, la violación como elemento de tortura, la expropiación de hijos, la desaparición preparada con alevosía. No hay valor de cuya obediencia se pueda derivar todo esto. Sólo puede impulsar esta conducta la voluntad perversa de producir terror, generar docilidad, imponer sumisión, separar a la ciudadanía de la actividad política. Por eso se trata de un mal radical, porque solo podemos entenderlo desde una voluntad que acoge producir el mal como máxima. Esa voluntad solo puede ser criminal y violenta. Es, sin embargo, la máxima de la tiranía, cuya aspiración es vieja como el mundo: corromper la sustancia moral de un pueblo. 

Esa corrupción de la sustancia moral es la que permite que las máximas de los Derechos Humanos no se entiendan como vinculantes. Por eso, de forma acertada, el Museo las ha esculpido sobre el muro de la entrada, porque sin este contrapunto no se está en condiciones de generar la conciencia adecuada para recorrer las amplias salas del interior del Museo. Sin tenerlas en mente, la exposición se convierte en una anécdota. Sin embargo, cuando se recuerdan todo se llena de sentido, porque se muestra que lo que inició Pinochet dañó y daña a todo un pueblo. Y lo dañó sobre todo porque lo dividió entre los que quedaron fijados a una conducta criminal y los que todavía pueden soñar un país en el que los Derechos Humanos sean incondicionales. 

Todo lo que podamos decir de Chile, podemos decirlo de España. A fin de cuentas, Pinochet fue un discípulo de Franco. Por lo demás, ambos tuvieron los mismos asesores para imponer una constitución económica al país que per se cuestiona un buen número de artículos de la Declaración Universal. Por eso causa verdadera tristeza que, cuando se entra en el amplio hall y se lee uno por uno los países que tienen su Museo de la Memoria para intentar ejercer una pedagogía capaz de superar la tragedia de la violencia tiránica, en esa larga fila de más de cuarenta países, donde por ejemplo figuran Timor Oriental y Uganda, allí no esté el nombre de España. 

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