Jodido pero contento

¿Pagarán los robots nuestras futuras pensiones?

Ilustración de Leonard Beard.

Ilustración de Leonard Beard.

Dionisio Escarabajal

Dionisio Escarabajal

Hace poco tuve la oportunidad de dar una charla a los alumnos de Comercio y Marketing del Instituto de FP Carlos III de Cartagena a iniciativa de José María Cenarro, responsable de esa familia profesional en dicho centro. Metido en mi limitado mundo personal, como cada cual, la experiencia de entrar en contacto con futuras hornadas de profesionales de mi sector me resultó muy gratificante. Una sesión prevista para una hora se alargó hasta el doble, lo que habla claramente también del interés por parte de los chavales que, motivados previamente por su tutor, acogieron con entusiasmo su oportunidad para entrar en contacto con alguien del mismo sector de su interés pero con más de cuarenta años de experiencia a las espaldas.

Y no es que yo sea un optimista empedernido, que no lo soy, pero entiendo, y eso intenté transmitir a la atenta y participativa audiencia, que el futuro que se les presenta a las nuevas generaciones es no solamente bueno, sino espectacularmente brillante. Lo peor del momento es que estamos inmersos es un clima de opinión generalizadamente pesimista que ve incontables peligros en el futuro, con afirmaciones tan estúpidas como que nuestros hijos y nuestros nietos vivirán peor que sus padres y sus abuelos. No sé si lo dirán por las hambrunas de la postguerra que padecieron nuestros padres o si echarán en falta algo más de animación del tipo de las dos guerras mundiales y la posterior guerra fría. O no sé si estarán añorando los teléfonos de góndola o la música en cintas de casette. Es verdad que estamos viviendo un momento complicado, como corresponde a cualquier caída de un imperio tan problemático como la Unión Soviética, pero si lo comparamos con las tensiones que se generaron en la década de los años treinta del siglo pasado, motivadas por la caída del imperio alemán tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, lo que estamos padeciendo en estos días resulta un conflicto contenido, cuyas probabilidades de escalada nadie cree, a pesar de las bravuconadas y el victimismo del país agresor.

También la opinión pública se aterroriza cada día con los progresos de la inteligencia artificial y la automatización de procesos, más allá de las tradicionales máquinas que impulsaron exponencialmente la producción de bienes con la Revolución Industrial. El hecho incontrovertible es que estamos viviendo un momento dorado de la tecnología y aún más prometedor en las fuentes de energía, que siempre han sido el gran limitador del progreso. Cada vez que se añade una nueva fuente de energía viable económicamente, se abren múltiples caminos que conducen en última instancia a más riqueza y más progreso. Desde las energías renovables y nuclear, descartando las energías fósiles cuyo fin inminente parece ya inevitable, el futuro de cualquier artilugio fabricado por el hombre, e incluso la exploración de otros mundos, se presenta cada vez más cercano, limpio desde el punto de vista medioambiental y prometedor en cuanto a nuevas posibilidades.

No tengo la más mínima duda de que, debido al aumento de productividad en las empresas y autónomos, gracias a la automatización de los procesos con ayuda de los robots y la informática, los impuestos de sociedades y de la renta aumentarán sustancialmente de volumen permitiendo, entre otras cosas, pagar una renta básica de inserción a los más desfavorecidos del sistema y completar las pensiones del sistema público. Una de cada diez pensiones son sufragadas ya con el dinero de los impuestos, que completan las cotizaciones de los trabajadores actuales. 

Aunque los economistas de izquierda no quieran asumirlo, las cotizaciones a la Seguridad Social que se reflejan en una nómina son meros impuestos al trabajo disfrazados de una tasa finalista (para sufragar el paro, las pensiones o los accidentes laborales). El hecho de que la reciente reforma del sistema de cotizaciones de autónomos ligue la cuantía de la cuota a los ingresos, es la demostración más clara que el Estado trata este apartado como lo que es en realidad: un mero impuesto como la renta o sociedades. El que se pretenda sufragar las pensiones con ese impuesto a los ingresos por trabajo (por cuenta ajena o por cuenta propia) significa que el Estado ingresa sin tener en cuenta los beneficios reales de la actividad o su repercusión en la riqueza de las personas, via impuesto de la renta. La vía de recaudar por impuestos al trabajo en vez de por los beneficios o rentas solo provocará más paro, aún más que la escandalosa cifra que ya padecemos. Se acusa con razón al Gobierno de intentar crear una Hacienda del Estado paralela con las cotizaciones de trabajadores y autónomos, aumentándolas para cuadrar las cuentas de las pensiones, cosa completamente inviable si no queremos quebrar el mercado laboral y eliminar el trabajo autónomo. 

Son las empresas más grandes las que optarán por más robots para aumentar su productividad y, consecuentemente, sus beneficios. No habrá más remedio que hacer que los impuestos que paguen estas empresas se acerquen, aunque sea de lejos, a lo que paga cualquier pyme. Oiremos de todo hasta que asumamos que necesitamos a los robots, y que la productividad de estos trasladada al beneficio de las empresas será lo que pueda pagar las pensiones del futuro. 

Los debates y resistencias que vemos ahora por parte de gobernantes y agentes sociales, o ideas tan peregrinas como que los robots coticen a la Seguridad Social, son solo los dolores de parto de un cambio de paradigma. Y pienso, y así les dije a los estudiantes de FP que asistieron a mi charla, que el trabajo seguirá existiendo, porque las necesidades humanas y el ingenio para satisfacerlas son virtualmente infinitas, como demuestra la historia de nuestra civilización. Y los robots, como toda la tecnología en el pasado, solo nos harán más ricos y menos dependientes del medio natural. Y, por la vía de los impuestos, permitirán pagar sus pensiones y las de sus nietos. 

El lado positivo de la situación actual es que hemos vuelto a valorar la dulce normalidad a la que estamos acostumbrados en Occidente. Lo que estamos viendo es que nunca hay que darla por garantizada.

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