Todo por escrito

El juego de los recuerdos

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

El baile de luces titilantes la marea y eso le encanta. Todo va más rápido que de costumbre y el ruido le hace daño en los oídos. Sus hermanos gritan y corretean a su alrededor. Huele a algodón de azúcar y a maíz asado. Quiere hablar, pero solo es capaz de articular unos balbuceos acuosos que la algarabía se encarga de silenciar. Desde el carricoche, contempla las atracciones como monumentos que debería visitar. «¿Y si me levanto y echo a andar? No debe de ser tan difícil», piensa. Ha despertado en aquel lugar mágico, como si hasta ese momento solo hubiera estado sumida en un dulce y mullido sueño.

La mochila es casi más grande que ella, pero ya ha aprendido a jugar al juego de los recuerdos. Es martes por la mañana y está nublado. Lleva el babi de cuadros azules y blancos que le ha comprado su madre. Unas bolitas marrones cuelgan como pendientes de esos árboles que le impiden ver a los niños grandes del instituto. Esos árboles altos y delgados la deprimen, parecen pinos tristes. «Quiero recordar este momento», se reta. «No quiero que la semana que viene borre este instante, no quiero que los años destruyan lo que soy ahora».

Los ecos de la playa le llegan con sordina. Está haciendo el muerto y se deja mecer por las olas. El sol que ha descolorido al Snoopy de su bañador rojo, le tuesta a ella la piel. Podría dormirse así, flotando en ese agua cálida y verde azulada. El aroma a salitre y a medusas de huevo en el asfalto se entremezcla con la intuición de algo bueno y grandioso que le eriza la piel. «¿Qué debo hacer con todo este placer?», se pregunta. Concluye que la mejor opción es atesorarlo en su memoria, para regresar a él siempre que quiera.

La ventana de su cuarto se le está quedando pequeña, aunque tampoco hay mucho que ver ahí fuera. Su habitación da al patio de un colegio, no el suyo, sino otro. Otro colegio con sus verjas, puertas, aulas y niños atrapados. Los alumnos mayores ocupan los pisos más altos del edificio. A ella le quedan solo dos años para conquistar la cima, pero siente que es demasiado tiempo. «Ojalá pudiera librarme de esta infancia que me está robando la libertad y aprisionando mis recuerdos», se lamenta.

Ahora camina por el césped. Las montañas compiten en belleza con el azul del cielo. ¿Por qué todo en esta isla es tan hermoso y limpio? Una mariposa blanca se cruza en su camino. Ella decide ignorarla y seguir hacia delante. No quiere que los recuerdos empañen sus ojos y vuelvan el paisaje vidrioso. Pero la mariposa no la deja. Se empeña en volar junto a ella, casi pegada a su rostro, siguiendo el ritmo y la dirección de sus pasos. Al final se rinde ante ese recuerdo que, en realidad, es el relato de un recuerdo. «Justo en el momento en el que tu madre te dio a luz, una mariposa blanca se coló por el tragaluz del paritorio. Era otoño y hacía un día radiante», le contó su padre.

Es curioso. Como adulta no necesita concentrarse para crear nuevos recuerdos, pero le requiere un gran esfuerzo aplacar los antiguos. Lo que antes daba por descontado, real e imperecedero, se ha convertido en una pintura impresionista que la asalta y conmueve cuando menos se lo espera. Sus padres ya no la acompañan, pero están detrás de cada uno de sus recuerdos. Por las noches, sueña con ellos. Sigue jugando a ese juego en el que, cuantos más años pasan, más pequeños nos hacemos.

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