La Opinión de Murcia

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Gema Panalés

Todo por escrito

Gema Panalés Lorca

Recalculando

Nuestros abuelos estaban obligados a ‘aguantar’ en el matrimonio. Hoy, por el contrario, aguantamos más años en trabajos asfixiantes y mal pagados que en una relación de pareja. Hemos desarrollado un espíritu crítico implacable hacia el denominado ‘amor romántico’.

Evaluamos de manera constante y obsesiva en qué punto se encuentra nuestra relación, nos comparamos con otras parejas para saber si amamos y somos amados como es debido y solo estamos dispuestos a tolerar un ideal de pareja, que se resiste a encajar en nuestras editadas y egocéntricas vidas.

Resulta paradójico que el riguroso examen al que sometemos nuestras relaciones ‘del corazón’, no se extienda a otros ámbitos de nuestra vida. Es como si mantuviéramos una higiene y pulcritud extrema en nuestro dormitorio, pero tuviéramos la cocina infestada de cucarachas, el baño hasta arriba de moho y el salón repleto de mugre.

Porque a veces el amor se agota, claro, pero también los trabajos, las ciudades, nuestros proyectos y hasta nosotros mismos. Por increíble que parezca, nuestra otra mitad (o la ausencia de ella) no siempre es la culpable de todos nuestros males; a veces puede ser la manera en que nos ganamos la vida o el entorno en el que vivimos. «Tu hogar no es dónde tú naciste, sino donde todos tus intentos de escapar cesan», escribió el periodista y premio Nobel Naguib Mahfuz.

¿Dónde ir cuando uno percibe que la ciudad se ha agotado, que necesita un cambio de aires para crecer? ¿Qué hacer cuando uno se da cuenta de que su trabajo está muerto, que no puede ofrecerle nada más? ¿Cómo actuar cuando uno descubre que, en realidad, a quien no soporta es a sí mismo? Requiere valentía reconocer que los planes de vida que hicimos hace diez años, ya no nos sirven para afrontar la próxima década, o que nos hemos convertido en alguien que no nos cae bien.

Nos resistimos a asumir que los únicos responsables de nuestra felicidad somos nosotros mismos, porque hacerlo implicaría reconocer nuestro fracaso. Nos empeñamos en psicoanalizarnos en clave freudiana, porque nos da pánico plantearnos qué sentimos más allá de la alcoba. Creemos en el ideal platónico del amor, pero menospreciamos el resto de las ideas: seguimos viviendo en las profundidades de nuestra caverna, que además suele estar hipotecada.

Y es que la verdadera ruptura con las frustraciones que nos aprisionan nos obliga a plantearnos preguntas para las que no tenemos respuesta. ¿Dónde ir cuando puedes ir a cualquier parte? ¿Qué hacer cuando nadie te dice lo que tienes que hacer? ¿Quién es uno en soledad, cuándo deja de existir para los demás?

Creemos saber quiénes somos, pero vamos cambiando como el planeta que nos sostiene: nuestra identidad orbita alrededor de los otros y se transforma con el tiempo. Nos movemos en misteriosas direcciones que nos sumen en un caos de ‘yoes’ fluctuantes y diversos. Nuestro ‘yo’ de la mañana no es el mismo que el de la noche. Incluso somos distintas personas durante la vigilia y el sueño.

Renacemos a diario. No somos animales que vienen al mundo con una única misión: no somos termitas soldado ni osos hormigueros. Tenemos elección. Y ese es nuestro mayor desafío: elegir cada día, porque las decisiones de ayer no siempre casan con el hoy. Por eso, tenemos derecho a recalcular la ruta cuantas veces que sea necesario, a vivir todas las vidas que habitan en nuestro interior, aunque hacerlo implique perderse por el camino y asumir que el cambio es la única constante.

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