Plenitud. Según la RAE, sustantivo femenino que define la «totalidad, integridad o cualidad de pleno»; «apogeo, momento álgido o culminante de algo».

Pasamos la vida buscando, anhelando y esperando que llegue dicho periodo o lapso de tiempo. Consolándonos en las desventuras, adversidades y fracasos, confiando en una época más propicia. Sin embargo, siendo realistas, ese esplendor y plétora no arraigan en nosotros y apenas subsisten un instante. 

Tras las limitaciones y reservas en plena pandemia, creímos que aprenderíamos a apreciar más las pequeñas cosas, a complacernos en lo sencillo, a ser felices en lo simple o simplemente felices. Pensamos que sabríamos disfrutar de aquello que nos habían negado como si nunca antes lo hubiésemos experimentado. Un sencillo café en compañía, un paseo compartido o un franco apretón de manos. Sin embargo, cuán pronto olvidamos. Nuestros corazones ávidos, insatisfechos y caprichosos aspiran a la perfección, la simetría y la magnificencia en nuestras vidas; siendo así, prácticamente imposible, el contentamiento y el agrado. 

Nuestra existencia está plagada de disgustos, inquietudes y angustias que, sin ser en muchas ocasiones enormes dramas, consiguen apenarnos, robarnos la paz y agobiarnos. Así, aguardamos salir de alguno de esos trances para relajarnos y disfrutar, sin ser conscientes de que el siguiente infortunio, prácticamente, ya nos ha alcanzado. 

Recuerdo así una canción de Silvio: «Sueño con serpientes, con serpientes de mar» (…) «La mato y aparece una mayor». 

Es por eso que, para mí, la virtud está en aquellos con la capacidad de vivir en paz en medio de la tormenta y la tribulación. Aquellos que son capaces de seguir bailando, aunque no todo esté a su gusto. Aquellos que han hecho del agradecimiento su forma de vida. ¡Cómo los envidio! 

Yo, que pierdo la paz rápidamente viendo a mi hijo con unas décimas o un leve resfriado, confieso que en esos momentos necesito retroceder en mi vida y hacer historia para valorar justamente y seguir confiando. 

Hace tan solo unos meses llegaba a mis manos el último libro de Lucía Benavente (Lucia Be). Apenas lo leí, lo lloré y lo reí en dos días. Son los borrones, apuntes y pensamientos de quien se ha enfrentado cara a cara a la enfermedad y a la muerte y, sin embargo, incluso en su particular ‘subida al Everest’ ha podido continuar gritando «Gracias, vida». 

Esa es la clase de persona que aspiro a llegar a ser algún día; esa clase de persona que no espera al momento adecuado y es capaz de confiar en mitad de la adversidad viviendo, cada día, la alegría de lo cotidiano.