La Opinión de Murcia

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Enrique Nieto

Pintando al fresco

Enrique Nieto

Otras historias de la guerra

OtrAS HISTORIAS DE LA GUERRA

Cuando yo era un niño, hace eones, la guerra civil española era todavía una experiencia muy viva en los adultos que no habían muerto en la contienda, antes de la contienda o después de la contienda. En verano, era habitual que los vecinos de un edificio (llamar ‘edificio’ a una destartalada casa de tres pisos, con las escaleras muy deterioradas, con láguena -launa, una tierra arcillosa- en los terrados, que unas veces era impermeable y otras no, las más, por lo que las goteras proliferaban cuando llovía) cada noche subieran hasta la terraza de la casa, provistos de sillas o pequeñas hamacas plegables, y se sentaran a tomar el fresco y a charlar. Los niños a veces jugábamos, pero había momentos en que lo que se contaba captaba nuestra atención y era entonces cuando en nuestras cabecitas (yo no tenía ‘cabecita’, los amigos siempre me llamaban ‘camoto’ cuando querían cabrearme) aparecían las imágenes que los mayores narraban.

En general, no se hablaba de tragedias, aunque cada uno hubiera experimentado las suyas, sino de otras historias que habían vivido, unas duras y otras hasta graciosas, teniendo en cuenta que habían pasado unos diez años del final de aquel enfrentamiento terrible entre hermanos. Hoy, que parece que es obligatorio hablar de guerra, voy a escribir aquí algunas de aquellas historias para tratar de desviar su atención de tanto horror en esta guerra de Putin, maldita sea su estampa.

Un vecino contaba que él se había prometido a sí mismo que no dispararía ni un solo tiro contra nadie, que no mataría ni heriría a ningún ser humano. El levantamiento ocurrió cuando estaba viviendo en una zona pronto dominada por los franquistas, así que lo movilizaron y lo mandaron al frente. El primer día le ordenaron cavar con otros una trinchera y por la noche hacer guardia en ella. Cuando los otros dormían, dejó el fusil, saltó fuera y echó a correr todo lo que pudo. Durante tres días y tres noches, escondiéndose, comiendo raíces o cualquier cosa comestible que encontraba, fue alejándose del frente y consiguió llegar a Valencia, donde una horchatera le dio cobijo en su casa (este vecino era bastante guapico) durante unos meses. Por fin, volvió a Cartagena, donde inmediatamente lo movilizaron los republicanos que todavía resistían. Le dieron un fusil y lo colocaron en un nido de ametralladoras en la Muralla del Mar. Cayó una bomba y mató a los dos compañeros que permanecían a su lado. Él, herido leve, se arrastró y consiguió escapar y esconderse hasta la rendición de la ciudad. Y había sobrevivido también a las represalias y fusilamientos posteriores. Los objetores de conciencia, como este hombre, ya habían aparecido en la primera guerra mundial –por cierto, los mataban o los ponían de camilleros para recoger muertos en las batallas, así que eran los primeros en caer -.

Una mujer contaba que ella, que era muy religiosa, ante el peligro de que entraran a profanar la iglesia de su barrio, porque el cura había desaparecido y no sabían si los rojos lo habían matado o estaba escondido, entró una noche en el templo, abrió el sagrario, se comió las hostias, y cogió un paño bordado en oro que estaba sobre el altar y se lo enrolló en el cuerpo por debajo del vestido. Salió y trató de disimular durante varios días que llevaba eso sobre ella porque la rodeaban gente muy fanática enemiga de los curas. Entonces, cuando lo estaba relatando en aquella terraza, se descubrió un poco la cintura y se le veían un montón de pequeñas cicatrices que le habían dejado los bordados metálicos. Pero ella estaba contenta porque lo había hecho ‘por Dios’ y que luego lo había escondido hasta que acabó la guerra y pudo devolverlo a la iglesia.

Y, para terminar, otra historia de la guerra narrada bajo el cielo de verano en una terraza. Uno de los hombres contó que, cuando el hambre era ya tremenda para todos, un grupo de amigos les dijeron a sus novias que habían conseguido cazar un conejo y que les iban a hacer un arroz. Efectivamente se reunieron y apareció uno con la paella humeante. Por lo visto estaba muy buena y se la comieron hasta el último grano. Cuando acabaron, sacaron una fuente con la cabeza, el rabo y las patas del conejo. Todo era de un gato.

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