Opinión | Mamá está que se sale

Elena Pajares

La montaña

Una historia me persigue últimamente. A cada momento tropiezo con ella y todo lo que veo me la recuerda. Quién sabe si no es mi mente la que me hace verla por todas partes. Hace poco me llamó de nuevo la historia, con el testimonio de un alpinista argentino, que fue al Everest a recoger la alianza y otros efectos personales que le había pedido la familia de Scott Fischer, cuyo cuerpo continuaba allí arriba, años más tarde de haber muerto creyendo que podía desafiar a los elementos.

Hay una leyenda budista, según la cual la diosa Myolongsangma protege los cuerpos de aquellos que han perdido la vida tratando de vencer a la montaña, y no deja a ningún vivo acercarse. El argentino cuenta que, tras recoger los efectos personales de Fischer, cayó pendiente abajo, y que, durante días, los sherpas no se le acercaban por si estaba maldito y morían con él.

Cómo no, la tele me sugirió ver Everest. Si ya te digo que la historia me persigue. La epopeya de aquellos alpinistas, algunos experimentados, que sufrieron todo tipo de penurias en el año 96. Unos por la falta de previsión, la mala suerte o por la dificultad del entorno, y otros simplemente por su excesiva confianza. Scott Fischer entre ellos.

Hay algo en el ser humano que nos induce a pensar que sí se puede, nos hace sentir poderosos derribar limites que a priori exceden de nuestra capacidad humana.

Antes de atacar la cima de la montaña, la médico que les acompaña les advierte de los peligros de sufrir una embolia pulmonar u otro tipo de dolencias, causadas sencillamente por estar a más altura de la que el cuerpo humano resiste. Nada les detiene. La popularidad del Everest y la vanidad de conseguir una gesta que nadie más puede alcanzar, tan contagiosa, hace que ese año haya tanta gente queriendo coronar el Everest, que tengan que hacer cola en diversos tramos. Muchos no quieren ceder su turno, son aficionados Deluxe, y los protagonistas se encuentran, en momentos cruciales, sin cuerdas, o con botellas de oxígeno vacías o congeladas. Como es natural, cuando más falta hacían.

Todos los alpinistas de la historia confían en sus solas fuerzas, como si fueran todopoderosas y eternas, y tiran de arrojo ciego. Para ayudar a este a coronar, o para subir oxígeno al de más para allá. Frente a eso, la montaña descarga en el momento justo una de las mayores tormentas de su historia, atrapándoles en ella para siempre.

Es triste ver cómo todas esas tragedias humanas eran evitables. Cómo pecan de imprudentes e inocentes vanidosos, cómo desestiman el monstruo que habita la montaña que tratan de domar.

El Everest entonces despierta con vida propia. Arroja por la pendiente a unos, y deja ciegos a otros. Unos pocos consiguen volver, con enormes dificultades, y hasta alguno regresa de la muerte. Pero la sensación de que a veces nos creemos dioses, y desde luego no lo somos, es evidente.

Me quedé fría al final de la peli, cuando vi que para muchos de aquellos alpinistas, con toda la vida por delante, no hubo ni el milagro que yo esperaba, ni final feliz.

¿Qué clase de película basada en hechos reales no termina bien? Por lo visto lo dije en voz alta, porque Antonio respondió: «Las que se hacen para que la gente vea que escalar el Everest no es verlo en la tele».

Ni mil palabras más.