A  Mary Montagu no solo le dio tiempo a conocer mucho mundo durante toda su vida, sino que se tomó la molestia de contarlo. Es de agradecer, dados los tiempos, que una mujer atestigüe con tanta precisión cada paso vital por una Europa en guerras hasta la puerta de Oriente, la brillante Constantinopla. La escritura de cartas convirtió a la hija del conde de Kingston y marqués de Dorchester en algo más que una figura de porcelana que algún día viajó por el mundo. Lady Montagu recogió cada testimonio en un conjunto epistolar que guarda hoy descripciones únicas de una ciudad vibrante, en constante peligro de sucumbir entre dos espacios, pero además con un tono humorístico sin igual en su época. Solo le faltó dejarse pintar por Ingres, como la odalisca que siempre soñó ser. Pero para cuando nació el pintor francés, ella levaba ya veinte años muerta.

Nada le es ajeno en su correspondencia. Habitan en ella la curiosidad y la belleza, lo prohibido y lo inmoral, lo erótico y lo recatado. Las modas orientales y la extrañeza de la aristocracia británica, tan consumada a la elegancia que se había olvidado mirar por la ventana de sus palacios. Mary Montagu no se resignó a ser la hija de un noble, la mujer de un embajador, como esas esposas de lores ingleses que se vuelven adictas a la ginebra para soportar el tedio y los mosquitos. Ni mucho menos la viajera de Nottingham se conformó con no ser nadie en un mundo de hombres (muy de hombres en Inglaterra, imagínense en Oriente) y aspiró a la relevancia. Lo consiguió a través de una prosa viva y divertida, una escritura que se cuela por las rendijas de una ciudad prohibida y la saca a la luz de la posteridad.

Lady Montagu recorre Europa hasta Estambul en 1716, cuando las fronteras de los Balcanes se llenaban de campos de tiro entre las tropas austriacas y otomanas. Los turcos hacía menos de treinta años que habían asediado Viena, pero ahora los austriacos descendían el curso del Danubio conquistando ciudades y regiones como quien coge fruta madura de un árbol frondoso. Era un momento histórico apasionante. Estambul, la capital de un reino viejo y en decadencia, se resignaba a morir y ocultaba sus miserias con el polvo de sus callejuelas. Ahí estuvo Mary Montagu, velada hasta los ojos para observar el Gran Bazar, los vendedores de té y de especias, los carniceros con el mejor cordero y los panaderos con las manos blancas. Nada se le escapó durante los más de dos años que residió en la antigua Constantinopla. Disfrazada como las mujeres locales, examinó cada metro de sus mezquitas, acechando de reojo los mosaicos que aún testimoniaban las huellas bizantinas. También se coló en los harenes, el lugar prohibido, más que los sitios de oración, donde el sultán se rodeaba de mujeres sin distinción de edad.

Pero Estambul solamente supuso el cenit de sus experiencias. Antes había estado en Sofía, la capital de Bulgaria, un país de fronteras difusas. Ahí conoció por primera vez los secretos del hamán. Los baños turcos tenían una pésima consideración en las cortes europeas como espacio de lujuria, sin importar el gusto de los sexos. Lady Montagu disfrutó de los vapores con los que Oriente relaja el cuerpo para calmar el espíritu y contempló por primera vez el cuerpo femenino desnudo, sin un ápice de vello, una sinuosidad poco conocida en la isla de donde ella venía. El cuerpo de aquella mujer le hizo cambiar la perspectiva del erotismo. Trasladó la costumbre del baño turco cuando se fue a vivir a Adrianópolis, parada obligatoria antes de llegar a Estambul. Fue una de las pocas europeas que transitaba esas salas vaporosas, de las que se impregnaron también algunas páginas de sus cartas.

La sensualidad no fue solamente lo que adquirió de Oriente Lady Montagu. Como viajera permeable que demostró ser, leyó el Corán con una inteligencia inaudita en la época, desentrañando qué había de cierto en las costumbres islámicas y qué de imposición. Su descubrimiento de Estambul supuso también un impacto para el resto de viajeros, que pondrían a partir de las palabras de Mary Montagu la vista hacia la Sublime Puerta. El Orientalismo con el que Europa descubriría, de forma idealizada, a sus vecinos turcos, lleva impreso el testimonio de esta viajera que no renunció a esclarecer la verdad de sus pasos y no se dejó llevar por los mitos de un país complejo. 

A veces, su Estambul concuerda con la magia de Las mil y una noches, probablemente porque la capital aún estaba cerca de la literatura, sobre todo a los ojos de una británica. No renunció a seguir viajando cuando su marido fue llamado de nuevo a Inglaterra. Y tampoco a seguir escribiendo cartas. Trajo de su experiencia estambulita el proyecto de la inoculación de la viruela que décadas después culminaría Edward Jenner. Su vida se dispersa y aparece de nuevo, a medida que va escribiendo cartas. Vive en Italia, en villas y palacios aristócratas, linaje al que nunca renunció. Disfrutó de Aviñón, de Brescia y del Piamonte. Amó en cada epístola y lo dejó patente, con una escritura erótica como pocas en la época. Fue tan libre que muchos de los hombres de su tiempo la leyeron, la desearon y soñaron volver a nacer para ser Lady Montagu.