Opinión | Agua de mi aljibe. Crónica desde Cartagena

Javier Lorente

Ibericidad

Es sabido que el Imperio Romano llamó Hispania a las tierras de esta península situada en el ‘non plus ultra’ del territorio conocido hacia occidente. Escritores latinos como Plinio El Viejo escribieron que tal denominación se podía traducir como ‘tierra de conejos’ y bien es verdad que, más de dos mil años después, todos sabemos que este animal sigue poblando nuestros campos. Sin embargo, no hay que olvidar que los griegos inicialmente bautizaron estas tierras con el nombre de Ophioussa, que viene a ser algo así como ‘tierra de serpientes’ y, claro, con lo que corre en estos tiempos el veneno en el solar patrio, uno no sabe si deberíamos replantearnos el rescate de esta denominación histórica.

Esta semana hemos visto en La 2 un magnífico documental sobre los últimos días de Unamuno, su enfrentamiento al golpe de Estado, su probable asesinato y su posterior utilización por el régimen franquista. Me emocionaron las palabras de Unamuno, en boca de José Sacristán, pero me encongieron el corazón las interpretadas por Víctor Clavijo, haciendo de Millán-Astray, que me dejó petrificado al ver lo que se parecen a las proferidas por algunos líderes de la ultraderecha de hoy.

Con el indulto a los independentistas encarcelados, vuelve un debate que no puede eclipsar ni la pandemia ni la mismísima Eurocopa de fútbol. Pero no hay que olvidar que sólo existe un tema que venimos arrastramos más tiempo que la cuestión catalana, y es la cuestión sobre España, que nos viene ocupando desde que perdimos aquél Imperio donde no se ponía el sol. Sobre todo fue después del Desastre del 98, al perder nuestras últimas colonias, cuando surgieron movimientos como el Regeneracionismo y la Generación del 98, que intentaron sacar de la decadencia a España, despertando al país con el autoconocimiento, la cultura, el arte, la ciencia y la apertura a Europa. Joaquín Costa, político, jurista, historiador y profesor de la Institución Libre de Enseñanza (1846-1911), decía aquello de «escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid», todo un lema que aún hoy ya nos conformaríamos con que algunos que yo me sé lo asumieran.

Desde el siglo XVIII, nos hemos debatido entre quienes defendían la Ilustración, como remedio contra el atraso de España y quienes se han empeñado en mantener el Antiguo Régimen, la capa que todo lo tapa, el tradicionalismo, el latifundismo y, sobre todo, los privilegios de unos pocos contra una mayoría que les convenía analfabeta, sumisa y ‘religiosa’ en el sentido más alienante. En este país hemos tenido un siglo XIX y un siglo XX convulsos y llenos de enfrentamientos entre bandos opuestos, revoluciones y contrarrevoluciones, dictaduras y guerras civiles. Vivimos en el periodo democrático más largo de nuestra historia, una democracia imperfecta, sin duda, que hemos de mejorar, por supuesto, pero que hemos de dejar avanzar y no encorsetarla ni domesticarla. Hemos tenido unas cuantas Constituciones que hemos derogado al poco tiempo o que hemos dejado en papel mojado y, esta vez, pese a todo, tal vez podemos mantenerla viva por generaciones, adaptándola cuando sea necesario y cumpliéndola en todos sus artículos, no sólo en los que nos convienen para usarlos contra los otros.

Yo soy de los que creen que, con diálogo, valentía, concordia y poniendo todos de nuestra parte, Cataluña y el País Vasco tienen encaje en una casa mayor, común y compartida.

Sobre las cosas que pasan es lícito el disenso y hay que defender el democrático derecho a discrepar sobre las actuaciones de los gobiernos. No queremos volver a los tiempos en que no nos enterábamos de lo que se cocía en las cocinas del poder ni en los cenáculos de los gerifaltes civiles, militares o eclesiásticos. De la física aprendimos que hay unas fuerzas centrífugas y otras centrípetas, que se compensan mutuamente y hacen que el mundo no se desbarate a la primera de cambio. Una oposición crítica, pero leal, firme pero constructiva, es necesaria para el correcto equilibrio de la toma de decisiones en la administración de lo público y del ejercicio del poder democrático. La tentación de los gobernantes de anular o domesticar a la oposición es tan comprensible como dañina, pero negar, por sistema, cualquier tipo de apoyo a las decisiones del gobierno por parte de la oposición, incluso en los llamados problemas de Estado, en los que está en juego el bien de todo el territorio y de todos los ciudadanos, no solamente es abominable, sino que es suicida. Echar leña al fuego constantemente, practicar la política de la tierra quemada para que el adversario no pueda ni comer, ir a darle munición al enemigo exterior para que queme la tierra en la que habitamos para así hundir a nuestro adversario es, evidentemente, propio del mayor de los idiotas o del peor de los malvados: preferir que todos nos quedemos ciegos para que el otro se quede tuerto.

Lo malo es que el pueblo está dividido e infectado por este virus del forofismo, el fanatismo, el banderismo y el fronterismo. Nos tienen envenenados con el odio que nos inoculan a través de su control sobre los medios de comunicación y las redes sociales. Nos quieren de peones de sus intereses y esto no hay quien lo pare si no vaciamos nuestras mentes de la cizaña, la propaganda y el miedo que nos han metido. Nos dicen que todo va a estallar, pero lo único que quieren es que salgamos a correr despavoridos, sin control, sin pensar, y lo dejemos todo en sus manos para sus bolsillos. Su táctica es echar leña al fuego, que arda Roma y buscar un chivo expiatorio que cargue con las culpas mientras a ellos se les aclama como los salvadores. No deberíamos entrar como borregos en su redil, por mucho que se disfracen con piel de cordero.

Cada vez que subo en avión siempre pienso lo mismo: que nos han engañado con lo de las fronteras, que son una entelequia. Incluso al ver los Pirineos, que es como una pared montañosa entre dos países, yo siempre pienso que casi nada cambia a cada una de sus laderas. Imagino que algo así sienten los astronautas cuando ven la Tierra desde el espacio: somos un pequeño planeta casi familiar, donde todos vivimos en la misma hermosa, variada y frágil casa común, donde todo nos afecta a todos. Tal vez, si no nos hemos extinguido antes de que nos visiten los extraterrestres, a ellos les pasará como a nosotros con los chinos: que les pareceremos todos idénticos, y no acertarán a distinguir nuestras leves diferencias de rasgos o de color, ni siquiera de idioma, que les sonará idéntico.

Estos días estoy leyendo Hacia la República Federal Ibérica de Ian Gibson, recientemente publicado por la Editorial Espasa. Estoy gozando y aprendiendo con estas reflexiones y sueños de un hispanista irredento, como él mismo se define. Es verdad que si todas las fronteras son absurdas, la de España con Portugal es todo un montaje insostenible. Tal vez si Felipe II hubiera establecido su capital en Lisboa, de cara al mar que nos une a las Américas, Portugal seguiría unido a las Españas y una Península Ibérica abierta al mundo por todos los costados, hallaría el equilibrio entre esas fuerzas centrífugas y centrípetas.

Estos hispanistas, que nos aprecian, en nuestras virtudes y defectos, nos ven desde fuera, incluso el ángulo muerto de nuestros retrovisores, mucho mejor que nosotros mismos. Decía Fernando Pessoa que no hay nada que más nos convenga que construir la ibericidad con todas nuestras fuerzas. Eso me recuerda que, cuando la ultraderecha empezó a marcar el territorio de esta Región de Murcia, un grupo de gentes de las artes, el teatro y la música constituyeron un grupo para exiliarse al hermoso Portugal.

Tal vez las regiones, comunidades y países de esta Penísula Ibérica, que estamos llamados a entendernos, podamos acabar con las guerras de identidad y de intereses localistas y unirnos en una Iberia de pueblos hermanos e iguales, una Iberia abierta al Mediterráneo, al Atlántico, a Europa y a África, un enclave privilegiado desde tiempos remotos, un crisol de culturas que nos han conformado… y la árabe, que nos trajo con la Escuela de Traductores de Toledo, toda la sabiduría grecolatina perdida, también.