A lo largo de tantos encuentros que he tenido el placer de compartir con Alberto, siempre había reconocido en él una especial tensión entre sus ideas y su trabajo. Fue nuestro primer encuentro en la cafetería del Bellas Artes de Madrid, mediando los 80. Una conversación abierta cuyo tempo Alberto iba dibujando en su cuaderno, dando forma a las palabras que como pájaros sobrevolaban ya nuestra amistad.

Tuve siempre la impresión de que su mirada era la de un antropólogo. Su forma de asociar, de variar las relaciones, un juego de formas que se abrían hasta perderse para luego regresar ahora de forma definida, concreta al papel.

La página en blanco se convertía así en un mapa de ideas, de posibles formas en un juego libre cuya lógica leibniziana hacía posible hipotéticamente todos los mundos. Posiblemente sea el dibujo el lugar en el que se citan sin quererlo todos los momentos del proyecto. En él es posible descubrir las aspiraciones culturales de una época, así como las indecisiones, las dudas, la maniera del artista, la forma de asumir o discutir una tradición para resolver un problema funcional o simbólico. El dibujo es siempre simulación de lo construido o por construir, pero también es una forma de vincular el cuerpo al mundo. 

Antropólogo y artista, construye con verdadera pasión a lo largo de tres décadas los logos que nos permiten reconocernos de una nueva época por la que transitaba un país que descubría su libertad. Son los signos de una modernización luminosa, regida por los nuevos lenguajes y las nuevas identidades. Él, que había compartido ya años antes el compromiso por una reflexión sobre el lenguaje, la semiótica, la lingüística estructural en las colecciones de la editorial Ciencia Nueva, se convertía ahora en el mensajero de los nuevos discursos. Los logos de la librería Antonio Machado, Mapfre, ONCE, Tesoro Público, Cercanías, Círculo de Bellas Artes, Paradores, MOPU... son hitos visuales que marcaban el camino en el nuevo bosque de signos que los 80 propiciaron. 

Él mismo lo decía: «Ahí está todo. Somos lenguaje, y lenguaje a veces desbordado».

Pero el viaje entre la ideas y el proyecto pasa inevitablemente por la vida. Y es la vida la que incendia la escritura, la que atropella los signos, la que traspasa la urgencia y rumor del abecedario a la página en blanco. «El fuego es vida y destrucción», escribía, «lo tiene todo. La casa es el refugio, el cuerpo que somos».

En las páginas del libro que compartimos, Escritura Suspendida, ya se anuncian los nuevos mundos. Desembarca en sus páginas un mundo en llamas. Desde un explícito antinaturalismo el dibujo inventa los objetos que ya son más náufragos en el mundo del lenguaje que pura representación. Todos ellos muestran desde ópticas diversas el momento de reposo que acompaña las cosas o la huella que el tiempo marca en ellas, llevándolos al borroso límite de su extinción. Un límite que recorre de forma desigual el orden de la naturaleza, y que el género de la naturaleza muerta ha sabido expresar inventando escenarios que de alguna forma servían para representar el tiempo de las cosas, el orden de la vida. 

En este momento del viaje se produce un encuentro fulminante, la Cesta de frutas que Caravaggio pintara hacia 1596 y conservada hoy en la Ambrosiana de Milán. Descansando sobre el alféizar de una ventana o mesa, Alberto la descubre como una iluminación. «Vigoroso gesto de afirmación de la pintura como ensimismamiento de sí misma». Gesto absoluto detenido e iluminado por el repousoir que suspende toda pertenencia. Desde el mosaico de la Porta Marciana, a la Cesta de frutas de Carvaggio, pasando por la larga tradición del XVII holandés, el tiempo suspendido y la isomorfía imaginaria del visitante descubren ese mundo de sombras, como sombras son las huellas del tiempo. La perfección absoluta del Caravaggio, Alberto la reconduce al naufragio de la representación.

En su Cuaderno del Nómada volverá a escribir las notas de su exilio, ahí sobrevivirán al destino inexorable del tiempo. Mientras, podremos seguir dibujando sobre la página en blanco, quizás viajando. Los días pasados en Damasco fueron siempre recuerdos felices. El puente entre las colecciones del Museo Nacional y las páginas del Cuaderno de Notas de Alberto eran ya el cuerpo de una ensoñación. Cada gesto, cada sombra nos hablaba de un mundo que habíamos soñado y estaba ahí. El arte, música o pintura, escultura o danza, poesía y literaturas nos había abierto el espacio de la vida. Allí definitivamente se escribía el verdadero destino.

Una tarde nos dimos cita en El Prado, sólo queríamos ver un cuadro, La fragua del Vulcano de Velázquez. El tiempo detenido sobre los torsos desnudos, el fuego custodiando la inminencia, Apolo divino anunciando la nueva, todo en el instante mismo de lo inesperado. El silencio protector nos acompañó una vez más y así sigue en la memoria de nuestra amistad.