Javier Cárdenas, el insoportable por arrogante, petulante y desfasado presentador y director de la extinta, menos mal, Hora punta de La 1, le dicen sus seguidores al ver una foto en su cuenta de Instagram que la tableta de sus abdominales es más falsa que la de la barriga operada de la ordinaria Leticia Sabater.

El señor está de vacaciones en Ibiza, y quiso compartir momento de relax en un barquito con el torso desnudo. Le han llovido las críticas, y hasta hay quien dice, con mucha sorna, que no se tire al agua si no quiere que desaparezca el rotulador con el que se dibujó los musculitos. Me extiendo tanto en esta tontería porque se trata de un tipo al que no soporto. Ojo, en la pantalla. En su vida privada, como diría Mila Jiménez con su desparpajo de señora del (h)ampa del plató, me la pela. Así aprovecho mi rinconcillo en este medio para darle collejas cada vez que viene a cuento, y a veces sin venir. Sé que haga lo que haga no me convencerá.

Se llama prejuicios. Y yo los tengo con él. Como saben, moría el otro día en Madrid el patético Arturo FernándezArturo Fernández, otro señor al que no sólo no veneraba sino que era verlo y escucharlo y me salían ronchas. Ni muerto ha cambiado mi sentimiento hacia él.

Igual me pasó, me sigue pasando, con el cabestro Jesús Gil, un sinvergüenza que ni la muerte lavó la repugnancia que siempre me produjo. Arturo Fernández, el sobrado, el galán con más bótox y operaciones que cualquier Carmen Lomana de andar por casa, para mí es el que él quiso ser, un señor añejo, un caballero rancio, un ultra de la banda de Abascal, un empalagoso conquistador que desde La casa de los líos del 1996 para Antena 3 se parodió. Cuando el chatín decía chatina me hervía la sangre. Descanse en paz.