Leer perjudica seriamente la ignorancia. Estimula la imaginación, refuerza la ortografía, amplía el vocabulario y mejora la expresión oral y escrita del lector. Pero, sobre todo, la lectura crea ciudadanos independientes y cultos.

En nuestro mundo disponemos de innumerables fuentes de ocio, pero hay un selecto y numeroso grupo de personas que disfruta del secreto y desconocido placer de sentarse en un lugar tranquilo y sumergirse en la lectura de un buen libro. Comprendo que, tras un largo día de trabajo, resulta más sencillo plantarse ante el televisor y tragarse el Sálvame de turno, o devorar la última temporada de nuestra serie favorita, o enzarzarse en twitter en la penúltima guerra sobre la pertinencia de la cebolla en la tortilla, pero quien padece el virus de la lectura sabe que todos esos placeres -tan respetables como cualquiera- no alcanzan a la emoción que supone devorar las páginas de un buen libro, demorarse en el susurro de las sílabas, reconstruir en nuestra imaginación un mundo soñado por un escritor, quizás lejano en el tiempo o en el espacio.

Lo de menos, a fin de cuentas, es lo que se lea y cómo se lea. Tan respetable me parece el práctico geek que lee en la tablet o en el ebook como el nostálgico que no puede prescindir del tacto y el olor de las páginas; y no me preocupa demasiado si la gente lee Cincuenta sombras de Grey o el Quijote. Reconozco que he leído ambas, y he disfrutado del humor y de la prosa de D. Miguel de Cervantes cuando ya había pasado de los cuarenta. Porque cada libro tiene un momento y un lector, por eso no hay que ser dogmático en la selección literaria. Por supuesto que hay libros buenos, malos y regulares, pero -como en todo arte- debe ser cada lector quien defina sus preferencias. Tenemos la inmensa suerte de disponer de un amplísimo catálogo de literatura en castellano, tanto obras originales como traducciones, y desde el cantar del Mío Cid hasta el último best-seller.

En algunas ocasiones me han preguntado, como profesor de universidad, qué espero que sepan los alumnos que llegan a mis aulas; qué deberían enseñarles -a mi juicio- en primaria y secundaria. Por supuesto, la respuesta no es fácil. La formación preuniversitaria debe proveer al alumno aquellos aprendizajes que le serán imprescindibles en su vida adulta, sea cual sea su futuro profesional. Más allá de perniciosas pseudociencias («aprender a desaprender» y sofismas parecidos) los estudiantes deben formar sus mentes, comprender el pensamiento lógico y obtener esa base que llamamos cultura y que permite leer un periódico y entenderlo. Deben aprender matemáticas, inglés, biología, física, química, historia? pero si tuviera que elegir una destreza fundamental e insustituible en los primeros años de la escuela, sería sin duda la lectura.

Nuestros maestros y pedagogos hacen un ímprobo esfuerzo porque los pequeños aprendan a leer y los planes de estudio prevén la lectura obligatoria de poesía, teatro, novela? Y sin embargo entre los más jóvenes la lectura como medio de ocio es una elección minoritaria. Hace muchos años -cuando la única alternativa era la tele en blanco y negro- un amigo le preguntó a mi padre qué debía hacer para fomentar la lectura entre sus hijos. La solución es fácil, contestó, corta el cable del televisor y no llames al técnico, deja al lado de la tele una pila de tebeos; al cabo de unos días tus hijos estarán leyendo. Ni que decir tiene que el amigo se alejó horrorizado ante la posibilidad de quedarse sin su ocio favorito, sin comprender que precisamente el ejemplo de los padres es el mejor método de enseñanza para los hijos.

Una vez Carmen Posadas visitó Murcia y ofreció una fantástica conferencia en el aula cultural de la CAM. En el coloquio le preguntaron qué haría ella para incentivar la lectura entre los más jóvenes y la respuesta me encantó: Leer es un placer y los placeres no se imponen. Es un error obligar a nuestros niños a leer. Al contrario, ella decía, debería inocularse a los niños el disfrute de la lectura. Y proponía el método: el teatro. Cuando a un grupo de chavales les propones representar una obra de teatro se imbuyen en una emocionante aventura: disfraces, decorados, nervios? pero también lectura y memoria, dos herramientas imprescindibles para sobrevivir en el mundo.

Tenemos, ya lo sabemos, un sistema educativo lamentable, un auténtico desastre desde la guardería hasta la universidad. Pero si al menos consiguiéramos, con el ejemplo de los padres y de los docentes, que nuestros jóvenes descubrieran lo placentero que puede resultar apagar el móvil y disfrutar de un buen libro, no todo estaría perdido en nuestra sociedad.