¿Quién era el seleccionador nacional hace veinte años? ¿Dónde se jugó el Mundial de fútbol entonces? ¿Quién lo ganó? ¿Quién era el ministro de Cultura y Deportes? ¿Quién entrenaba al Real Madrid? La mayoría de nosotros necesitamos recurrir a la Wikipedia para responder a estas cuestiones, porque, en realidad, son más intrascendentes para nosotros de lo que nos quieren hacer creer.

Las convulsas semanas que vivimos en el ámbito de los medios de comunicación son de auténtico infarto, porque las noticias que se están produciendo son tan imprevisibles, tan repentinas y tan chocantes que, a veces, parece que esto sea el fin del mundo. ¡Pero qué va! La vida sigue hasta para Julen Lopetegui. La actualidad nacional copa portadas en todo el mundo. Mejor no pensar qué imagen de nosotros se estarán formando fuera de nuestras fronteras, cuando vean que, en apenas quince días, hemos experimentado tantos cambios inesperados y sorprendentes que ya solo los catalanes se acuerdan de Cataluña y su erre que erre. Si hasta hemos metido en prisión al cuñao del Rey.

Precisamente, esta semana, en la peluquería de mi amigo Javi, ese rincón donde uno se siente libre y relajado para expresar lo que quiera, el cliente que esperaba a que terminaran de cortarme el pelo comentaba, ante los últimos acontecimientos, que durante su vida como navegante, ha visitado numerosas ciudades en las que era un auténtico orgullo decir que eras español. «Nos respetaban y admiraban», sentenció antes de señalar que, hoy en día, se ríen de nosotros y nos sentimos avergonzados de manifestar nuestra nacionalidad cuando recorremos el mundo. Semanas como la vivida y los infinitos casos de corrupción que salen a la luz parecen darle la razón, pero España tiene mucho de lo que avergonzarse del periodo al que se refería.

Porque el respeto y el cariño no se imponen, ni se regalan, se ganan. Algo así dijo Lopetegui en su presentación como nuevo entrenador del Real Madrid, en la que parecía el capitán de un barco a la deriva del que sólo se había hundido él, al menos de momento, que se consolaba con los cantos de sirena que provenían del mejor equipo de la historia del fútbol. En realidad, los únicos que nos dejamos engatusar por quienes dan el cante, por quienes montan (montamos) este espectáculo de la comunicación somos nosotros. Y como parece que nos gusta, cada vez nos dan más de esa medicina que nos distrae, que nos entretiene, que nos evade de nuestro día a día, de nuestros problemas reales y también de nuestras alegrías.

Porque haya ganado o perdido España contra Portugal, hoy seguirá siendo sábado 16 de junio y habré bajado al quiosco para comprarme el periódico con el que entregan el disco de ese artista cuya música me sigue poniendo los pelos de punta, como hace veinte años. Porque este Mundial será el primero que querré ver con las dos mengajas que han invadido mi casa incordiándome cuando Costa o el delantero que Hierro quiera poner metan ese golazo que tendré que conformarme con ver en la repetición. Ellas sí que me han liado la Mundial. Porque el balón que me importa es con el que están jugando ahora mismo en su habitación, mientras mi reina les dice que paren, que van a romper algo. Porque la copa que quiero levantar no es maciza y dorada, sino la del brindis de la próxima Navidad, de la siguiente y de las siguientes con las personas que más quiero, que más me quieren. Hasta que el cuerpo aguante.

Qué me importa si el AVE viene soterrado o en superficie a Cartagena, por la carretera de La Unión o por su trazado actual, en 2025 o nunca jamás, cuando dentro de unos días tengo que coger el tren a Madrid para ese viaje eterno de cinco horas y ni siquiera sé si podré hacerlo desde mi ciudad. Y sí, claro que me preocupa la salud de los míos y me inquieta cualquier accidente que pueda ocurrir en las industrias químicas próximas a nuestro casco urbano, pero no nos confundamos de enemigo. Seguro que Repsol es la primera interesada en evitar que se repitan episodios como el de esta semana, por muy leves que sean. Nosotros debemos exigirles que así sea, pero más trabajando y colaborando para ello que perdiendo el tiempo en repartir culpas y buscar culpables. Por no recordar que la petrolera llevó a cabo la mayor inversión industrial de la historia de España, al destinar 3.200 millones de euros en la ampliación de su refinería durante la peor crisis económica que atravesaba el país. O los miles de puestos de trabajo directos e indirectos que genera su actividad. Que eso también cuenta, ¿no?

Hace veinte años, Fernando Hierro era defensa central de una selección comandada por Javier Clemente, que fue eliminada a las primeras de cambio del Mundial que se celebró en Francia y que ganó el país anfitrión, el país de Zidane. Esperanza Aguirre era la ministra de Educación y Cultura y le sucedió al año siguiente Mariano Rajoy. Y Jupp Heynckes dejó el banquillo del Real Madrid en mayo de 1998 tras ganar la séptima Champions, la primera después de más de treinta años, la primera en color. Camacho fue su relevo, pero apenas aguantó un mes y dio la espantada para dejarle el puesto a Guus Hiddink.

Mucho han cambiado las cosas en dos décadas. O quizá no tanto. Porque, ahora, como entonces, poco me importaban las noticias que ocupaban las portadas de los periódicos. Es clave estar bien informado, pero lo sustancial está en darle un abrazo a un amigo al que, en esta semana tan convulsa, lo que le importa es que ha perdido a su padre, Pedro Ferrández, un cartagenero que pasa a la historia de esta ciudad y de la cofradía marraja con letras mayúsculas.

El día que se fraguó la bomba de Lopetegui, se desvelaba el futuro de Urdangarin, se formaba una nube inquietante en Escombreras y un buque con más de seiscientos inmigrantes ponía rumbo a Valencia lo cerré con mis amigos de hace veinte años. O más. Salvo unas canas de más, la ausencia de pelo, el exceso de barriga y algunos churumbeles en casa, nada había cambiado. ¿O sí?

Todo lo demás no importa.