Estimado don Emilio:

Le agradezco su cariñosa carta. Espero poder dialogarla con usted en un próximo reencuentro. Mientras tanto le dedico, con gusto y hasta con gratitud, este artículo. Espero que le aproveche. ¿Lecturas? Le recomiendo los libros de Andrés Torres Queiruga, González Fans, Jonh Sobrino, Felicísimo Martínez, J. A. Pagola€ Todos conocemos, aunque solo sea por la historia del Bachillerato, algunos de los intentos de explicar al hombre aparecidos en épocas pasadas. Situados ahora como espectadores en la cima de este final de siglo, podemos volver la mirada hacia los más conocidos y observar qué ha sido de ellos. A pesar de sus logros, uno tiene la sensación de encontrarse en una cancha de bolos: los que no han terminado por los suelos están a punto de caer. De tejas abajo, no hay realidad que más se resista a una definición que la del hombre. Ya dijo Pico della Mirándola, allá en los albores del Renacimiento, que el hombre puede ser «todas las cosas, puede elevarse hasta las alturas celestes y angélicas, o bien degradarse en formas materiales y bestiales».

Una realidad así, finita, pero a la vez con signos de infinitud, no se siente cómoda dentro de los límites que toda definición exige. Si dentro del concepto hombre, como un elemento esencial más, incluimos el de su infinitud, no hay definición que pueda abarcarlo. Pero si prescindimos de dicho elemento, la cosa se complica seguramente más. ¿Es el hombre algo más que él mismo? ¿Hay en él algo más que finitud? La experiencia nos enseña que todos los humanismos que han querido explicar al hombre como un ser solo material finito, cerrado en sí mismo, sin relación alguna con un tú trascendente, han ido cayendo, como gigantes de barro, golpeados precisamente por una piedra picuda, deforme, maltrecha, que es el concepto hombre definido como sola materialidad.

Cuando los hijos de la Ilustración se proponen dar muerte a Dios para arrancar del corazón del hombre la espina de lo infinito y liberar de una vez por todas al hombre de una esclavitud que según ellos lo aliena, terminan por llevarse, junto con la espina, el corazón del hombre.

Algo parecido ocurre con el humanismo marxista. Reduce tanto al hombre a materia que lo convierte en polvo de ladrillo pisoteado por los que irán construyendo el paraíso comunista aquí, en la tierra. Otra cosa son sus logros sociales, dignos de reconocimiento.

Por eso no es de extrañar que un descendiente de la Ilustración, Bernard-Henri Lévy, en mitad de la crisis de mayo del 68, reconociera con ironía: «Dios ha muerto, y yo no me encuentro bien». Con esas palabras lamentaba la situación de oscuridad sin salida a la que nos estaban conduciendo los grandes sistemas de reflexión elaborados por el hombre en los dos últimos siglos.

Explicar bien al hombre y lo humano exige respetar todas sus dimensiones. Exige verlo entero sin parcializarlo, bajar hasta los sustratos más profundos, hasta el punto donde nacen sus aspiraciones más hondas, sus deseos de felicidad sin límite. En medio de esa oscuridad quizás resulte insuficiente la linterna que el viejo Diógenes llevaba consigo mientras gritaba: «¡Busco un ser humano!».

En medio de esa oscuridad, ¿será posible hallar una luz que le indique al hombre el camino a seguir para alcanzar el desarrollo humano pleno? Los cristianos pensamos que sí. Esa luz y ese camino se nos ofrecen en Jesús de Nazaret. Recorrer el camino que Él recorrió es vivir en plenitud todas las dimensiones humanas, incluida la trascendente.

POSDATA Se busca Europa

POSDATA Se busca EuropaEl terrorismo, las migraciones, del esempleo€ Europa se enfrenta hoy al enorme desafío de refundar y recrear una realidad económica, política, cultural€, pero, fundamentalmente, «una concepción de la vida fraterna y justa». Todo ello pasa por promover la solidaridad, afrontar sus actuales fracturas y discernir los rastros de esperanza que nos devuelvan la fe en el futuro. Una oportunidad única también para que la Iglesia se pueda ofrecer como «hospital de campaña».

Europa se está construyendo con las heridas y expectativas de su pasado, y con las turbulencias y capacidades del presente. Una Europa sin historia, sería huérfana y desdichada, pero sin aspiraciones e ideales, será un proyecto fallido.