Opinión | La Feliz Gobernación

El divorcio catalán

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont.

El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. / Glòria Sánchez - Europa Press

Son muy dramáticos. España se rompe, Cataluña se va. Y llegan las elecciones y resulta que no pasa nada, que la mayoría vota a un partido de ámbito nacional español que pone coto a la independencia. Y los independentistas se quedan a dos velas, justo en el momento en que acumulan mayores agravios: han pasado por la cárcel o deben resignarse en la fuga, lo que ellos llaman exilio. Y lo más llamativo: la participación electoral es suficiente, pero baja, casi el mismo porcentaje de cuando la pandemia. En la Comunidad autónoma con mayor dinámica política, Cataluña, se registra una indiferencia ante las urnas muy por debajo de la que alcanza la Región de Murcia en cualquiera de las convocatorias.

¿Querrá esto decir que existe un divorcio entre la sociedad catalana y el conjunto de la clase política que dice representarla? Sin duda, y a la vista está. Toda la megafonía de la política catalana y sus efectos en la nacional queda apagada cuando son los catalanes de a pie quienes hablan. No se sienten implicados en ese pulso a vida o muerte que tanto condiciona al Parlamento estatal. Han descubierto que hay una superestructura política que ahoga las demandas reales de los ciudadanos. El imaginario mitológico queda suspendido ante lo tangible. ERC no ha perdido una docena de diputados por sus estrategias en relación a la soberanía catalana ni por sus alianzas, sino por su mala gestión desde el Gobierno autonómico. Es la gran lección.

Cataluña ha aterrizado en la realidad, aunque su clase política independentista siga ingeniando puzzles para mantener un discurso fracasado. Puigdemont retuerce los datos para que el estamento prosiga al margen de lo escrutado; la CUP se muestra perpleja ante su insignificancia, derivada de la evaporización del procés, y hasta los Comunes pretenden resistir después del varapalo sugiriendo que el PSC debe girar a la izquierda con ellos a cuestas, cuando el dictamen real de la sempiterna burguesía catalana sería el pacto de Illa con Junts, previa jubilación del amortizado Puigdemont. 

Las quinielas son libres y a gusto del consumidor, pero cuidado con ellas, porque los resultados denotan que la sociedad va por un lado y la clase política por otro. Y esa es la primera lectura que deben hacer quienes aspiren a sobrevivir, no vaya a ser que ignoren el grave riesgo de hacer experimentos matemáticos con el hartazgo ciudadano.  

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