Los pesimistas, e incluso malpensados, advertimos cómo, junto al crepúsculo de las ideologías, se va produciendo la decadencia abismal de la primitiva reciedumbre de los hijos de Adán, exteriorizada inequívocamente en la pérdida u ocultamiento de los pelos y señales de la hombría. Si nos quedamos en los pelos, convendrán conmigo en que no hubo durante siglos un espejo más certero de la condición varonil que la abundancia de vello.

Quizá muchos recordamos nuestras ansiedades adolescentes por hacernos hombres, alentadas por las primeras muestras del bigote incipiente o la aparición de escasos y ralos boscajes en salva sea la parte.

Pero con el tiempo algunos vimos cómo nuestro cuerpo quedaba liso y blanquecino, sin asomo de masas pilosas en cualquiera de sus promontorios, planicies y oquedades. Ahí comenzaba la trágica distinción entre nuestras pobres personas y los hombres de pelo en pecho, poblados de intrincadas espesuras vellosas que brotaban entre los tirantes de la camiseta o desbordaban por el cuello de la camisa, para extenderse por el resto del tronco y extremidades, e incluso brotaban de narices y orejas, hasta el punto de que algunos eran acreedores del recio calificativo de pecholobo. Y los menos aspiraban, dadas sus asilvestradas vellosidades, a convertirse en hombres lobo, de los que aullaban a la luna en las noches de invierno. Y no eran pocas las damas que en playas y lechos conyugales, admiradas de la exuberancia vellosa de los tales, confesaban, recurriendo al frasco de sales, que el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso.

Hasta el holocausto final, que nos igualó a todos: la aplicación inmisericorde de pinzas, ceras y láseres, primero a piernas y brazos, y luego extendida por toda la geografía corporal, desde los hombros y axilas -antes llamadas sobacos- a las anterioridades y posterioridades de la entrepierna (¡Ay, qué dolor!), entregadas estas a la inmisericorde depilación brasileña. Y así una y otra vez, en una durísima penitencia que nos dejaba lisos e inermes ante las inclemencias del tiempo y la vista de los otros. Y más, con el pesar de que ya nunca nos elogiarían como hombres de pelo en pecho, no seríamos confundidos con la fiereza del lobo o del oso, y nunca podríamos preguntarles a ellas con voz cavernosa y solemne «Hola, mi amor, ¿soy yo tu lobo?» Ni tampoco repetir, ni en serio ni en broma, la queja del chino -«Los pelos del culo no me dejan dolmil»-, que tanta gracia nos hacía.