El diccionario les ofrece tres acepciones muy previsibles del término: lo perteneciente o relativo al garbanzo, y los oficios de tratante de garbanzos y, naturalmente, de quien los vende ya torrados. Pero aunque a ustedes les parezca un vocablo irrelevante, fíjense en la cuarta, que retrata a la «persona o cosa ordinaria y vulgar».

Esto nos lleva a la consideración del garbanzo como un símbolo maniqueo que califica a las personas en particular, y a la sociedad española en general, en dos bandos aparentemente irreconciliables, como el bien y el mal o lo blanco y lo negro. Los encuadrados bajo el pendón del garbanzo son los garbanceros: los que llevan una vida pedestre y vulgar, aferrada a las tradiciones, identificada desde el siglo XIX con el cocido. Lo real, lo cotidiano, lo bajo, es lo garbancero, mientras que lo contrario es lo moderno, e incluso lo exótico y romántico, de modo que en La Regenta cierta señora es acusada de no comer garbanzos «porque eso no es romántico», y de todos es conocido el apodo de don Benito el Garbancero con que calificaba un personaje de Valle-Inclán a Pérez Galdós, al identificarlo con la realidad castiza que retrataba en sus novelas. Los liberales y progresistas denostaban las ideas reaccionarias de «esta tierra de garbanzos», y Juan Goytisolo convertía al gran héroe literario español en don Garbanzote de la Mancha.

Así que si ustedes quieren ser vistos como finos y adelantados en ideas y costumbres, cúidense bien de comer garbanzos, especialmente los del cocido, no vayan a ser tachados de garbanceros; y mientras, los descastados y despreocupados de etiquetas y prejuicios seguiremos saboreando la sabrosa legumbre y rumiando con gusto el sonoro vocablo con que algunos nos reconocen.