Cuando alguien puede convertirse en un terrorista con un cuchillo y un coche de alquiler, lo que tenemos que hacer no es ya intentar combatir el terrorismo, que se ha convertido en algo tan estúpido y sin consecuencias reales que va a ser absolutamente imposible de impedir, sino desplazar cuanto antes este tipo de atentados ridículos a la sección de sucesos, y quitarlo de una vez por todas de las primeras páginas de los periódicos, de las aperturas de los telediarios y de las homepage de los portales de noticias en internet.

De hecho, eso es lo que se merecen los terroristas y lo que necesitamos desesperadamente sus supuestas víctimas, que por lo visto somos nosotros: que releguen esta mierda de atentados terroristas de pacotilla a la sección que les corresponde, junto con los accidentes de automóvil y la violencia doméstica, que por otra parte producen muchas más víctimas que estos capitidisminuidos y jandicapados terroristas.

Vamos a ver, seamos serios por una vez. A mí me parece bien que salga en las portadas de los periódicos y abra las noticias de los informativos de televisión un atentado como el de las Torres Gemelas de Nueva York. Al fin y al cabo, los terroristas en cuestión le echaron toneladas de imaginación y le dedicaron dinero, esfuerzo y años de preparación. Y se cargaron a casi tres mil personas inocentes de una tacada. Pero ¿un miserable cuchillo y un coche de alquiler? ¡Vamos, por dios! ¡Menuda gilipollez! Eso no asusta ni a las gallinas. Además, para hacerse con los mandos de un avión y estrellarlo contra las Torres Gemelas hacen falta bemoles. Para atravesar en coche con un cuchillo una zona turística, lo que único que hace falta es tener carnet de conducir.

La prueba más clara de la absoluta inefectividad del terrorismo (excepto que le regalemos nosotros las primeras páginas) es que tengamos que esperar a que nos digan que el autor ha sido un yihadista para saber si tenemos que asustarnos o no. Si resulta que era un conductor borracho con un pedo del catorce que atropella y mata a unos desgraciados transeúntes y resulta que cuando va a ser detenido por un angélico policía londinense, sin pistola y sin protección alguna, el borracho le clava la navaja que lleva para pelarse las manzanas en el trabajo y se lo carga, respiramos tranquilos y aliviados. Si resulta que es un moro cabreado que pretende subvertir el orden occidental con el mismo resultado, nos acojonamos y nos metemos todos debajo de la cama. Pues por mi parte se ha acabado. Ni puto caso. Si la noticia sale en la primera página, cambiaré de página, o mejor de periódico.

Para entender lo que digo, recomiendo encarecidamente a periodistas y políticos, y por supuesto a mis apreciados y estupefactos lectores, que vean la película titulada Brasil, una auténtica obra maestra del enloquecido Terry Gillian, el director de La vida de Brian y de otra sarta de películas de los Monty Pyton, a cual más alucinante. Y en la que por cierto, la única cosa que recuerda a Brasil es la presencia constante en la banda sonora de la canción que lleva ese nombre, en infinitas versiones. Por lo demás, en ningún otro sitio parece que sea Brasil ni ningún otro lugar mínimamente reconocible.

La película en cuestión es una distopia futurista en la que de principio a final, sin venir a cuento, se producen atentados terroristas a los que nadie hace el más mínimo caso. En el colmo de la indiferencia, estalla una bomba en un restaurante. Los camareros inmediatamente crean una barrera con manteles para que el resto de comensales que han salido incólumes del atentado puedan continuar con su cena mientras de fondo se oyen los alaridos de dolor de los heridos.

Espero que no sea necesario llegar a ese extremo. Pero visto cómo la gente en Siria y en otros lugares en guerra consigue sobrellevar una vida más o menos normal entre tanto bombardeo y masacres a su alrededor, sinceramente, me parece de nenazas que nos preocupemos en exceso por unos pocos muertos aquí y allá de vez en cuando. Lo siento por las víctimas, pero seguro que nada fastidiaría más a sus verdugos que una absoluta y total indiferencia al estilo de Brasil, la película.