En este simpático país que estamos pisando tú y yo, a.k.a. España, el perdón es un bien escaso. No lo digo yo. Tampoco (salvo honrosas excepciones) los medios. Lo dice la ROSEP (Red de Organizaciones Sociales del Entorno Penitenciario): la tasa de encarcelación del Estado está un 32% por encima de la media europea. La media de las penas es más del doble de la europea (18 meses frente a 7,1). Reforma tras reforma, el Código Penal español se ha ido convirtiendo en uno de los más duros de la UE. No es extraño, por tanto, que el perdón deba administrarse con un selectivo cuentagotas. Se habla estos días del indulto que le ha concedido el Gobierno al promotor inmobiliario José Manuel Magdaleno, condenado por vender casas sin la menor intención de construirlas a continuación. Y se habla (mucho) del caso Yak-42, esa catástrofe que se saldó penalmente con tres condenados (de los cuales uno murió tras el juicio y los otros dos recibieron su indulto en 2012) y un responsable. ¿Y a qué responsable me refiero? Pues a aquél de la fuente, que nadie lo toque, que lo dejen tranquilo y no lo provoquen. Ese Trillo bonito, claro.

Dado que el perdón es un premio, nada hay más imperdonable en la larga lista de cosas imperdonables (salvo tal vez las cabalgatas de Manuela Carmena) que renunciar a uno. Pregúntenle si no a los Bajo Ulloa por las (perdón) hondonadas de hostias que les están cayendo por tratar de vender su Goya en un cash converters; la prensa conservadora los ha arrojado a la misma celda sin llave que a Fernando Trueba. ¿Hay premio? Pues tú lo coges, porque esto es Spain. Hace unos días nos dejó John Berger, al que pocos lectores de prensa hispánica recordarán por encabezar hace unos años un grupo de intelectuales europeos que le rogaba a Antonio Muñoz Molina renunciar al Premio Jerusalem de 2013, una solicitud que quedó cómo no desoída, probablemente por la dificultad de traducirla al castellano. Y es que, en el mundo hispanoparlante, alguien como Jorge Luis Borges tiene más hooligans que no le perdonan a la Academia Sueca haberlo castigado sin Nobel por recoger un premio del Gobierno pinochetista que lectores.

No falla. Tú coges un titular de la crónica política estatal y detrás de lo que no acabas de entender hay un premio. En ocasiones veo premios. Estos días han pasado por la palestra Esperanza Aguirre, incomunicada en casa por no tener coches con matrícula impar para circular por un Madrid en alarma de humos (ni dinero para el transporte público, supongo), y Florentino Pérez, cuyos rescates, o indultos, o premios se han cuantificado recientemente en 2.646 millones de euros de inyecciones directas de la Tesorería del Estado, entre aventuras energéticas, infraestructuras, desaladoras, sobrecostes y otros agujeros que tapar con dinero público. Pues ahí podemos encontrar a ambos personajes unos años antes, en 2011, recibiendo uno de manos de la otra el mayor galardón (ella nunca utiliza esa palabra, porque le da mala vibra) de la Comunidad de Madrid: la Orden del Dos de Mayo. En reconocimiento a esas radiales tan chanantes, claro que sí, guapi. Es curioso: solo trece días más tarde la sociedad española se sentó en las plazas precisamente para plantar cara a esa carísima partida de cartas marcadas.

Seis años después, los mismos personajes siguen ganando todos los trofeos. Enhorabuena a los premiados, porque de ellos será el reino, así a secas.