David Bowie habría cumplido hoy 70 años. Hace precisamente uno que estrenó Blackstar, un disco que suena, inevitablemente, a despedida. Celebré la aparición del vigésimo quinto álbum del músico británico porque una de las personas de mi vida ama a Bowie. Me ayudó, lo sé, el tono oscuro del último trabajo del Duque Blanco, que conquistó mis oídos -acostumbrados a la sombría voz de Vegas, al triste lamento de Buckley, al negro abrazo de Cohen o al sobrio grito de Loquillo- con Lazarus, el primer single del trabajo. Ver un astro luminoso -Bowie lo fue- convertido ahora en una estrella negra me resultó, lo reconozco, una imagen seductora. Me gustó su voz castigada y (ahora lo sé) enferma. Bowie murió el 10 de enero de 2016. Ocurrió dos días después de presentar el que muchos críticos musicales han considerado como uno de sus mejores trabajos. Grabó las canciones y los vídeos de Blackstar absolutamente consciente de que la vida se le escapaba de las manos, con la certeza absoluta de que los días que no podría disfrutar estaban ahí, justo delante, pero más allá de la punta de sus dedos. Inevitablemente inalcanzables. No me gusta Bowie. No más allá de algún himno y sus dos últimos discos de estudio, pero durante este último año mis amigos, que lamentaron su marcha como la de un familiar muy cercano, me han enseñado a comprender la esencia del genio que fue, que es, que será. Cuando muere un ser admirable suelo despedirlo brindando con tequila. Lo he hecho ya por demasiadas personas, pero no por Bowie. Y ya es hora. El viernes, Noelia, chocaremos los vasos mientras oteamos el cielo en busca de una estrella negra.